Atarse a un personaje implica vender el lenguaje y las formas al material que este relega de su propia vida. El biopic no es un género sencillo, y aunque Hollywood se ha aficionado a él gracias a los últimos éxitos comerciales de ciertos cantantes, la industria todavía sigue buscando una fórmula adecuada para exprimir la síntesis de emociones que conectan a las figuras históricas con sus respectivas legiones de fans. Algo más sencillo de canalizar cuando se pone la mirada sobre una estrella del pop, y más complejo cuando quien sube a la palestra es un héroe sumergido en sus propios mundos de fantasía. Y es que Tolkien es más interesante por dentro que por fuera.
La osadía de escoger a uno de los escritores más importantes de la historia para subirse a la ola de adaptaciones no le salió gratis a Fox Searchlight. La división de corte medio de la major se encontraba casi de forma instantánea con el rechazo frontal de la siempre reacia y ofuscada Tolkien State, y también con el escepticismo de la exigente comunidad de lectores. La papeleta que le caía a Dome Karukoski era casi una condena antes de poner la primera piedra del proyecto. Ninguno de sus trabajos anteriores -fuertemente condicionados por el peso cultural de su país-, ni siquiera su propio biopic "Tom of Finland", le daban el impulso necesario para reprimir el tóxico fervor de la producción.
¿Cómo iba a sobrevivir el cineasta en un contexto así? Todo quedaba en manos del guion; un libreto que debía encontrar el equilibrio entre la densa mitología del escritor, y sus tribulaciones vitales por algunos de los eventos más importantes de la Europa del pasado siglo. "Tolkien" sin embargo se empieza a desmoronar a los pocos minutos de coger el DeLorean. El trabajo de David Gleeson y Stephen Beresford no termina de encontrarse a sí mismo, en un mar de pretensiones que acaba chapoteando sin profundizar en ninguna de las travesías que ofrecía el mapa de la Tierra Media.
Tanto el título como los adelantos dibujaban una adaptación mixta; que cogía elementos del imaginario del escritor para convertirlos en metáforas aplicadas a los distintos momentos de su vida. Pero lo cierto es que "Tolkien" está lejos de ser el homenaje que los fans esperan de un producto así. Si bien es cierto que las interpretaciones del reparto están a un nivel notable, la estructura narrativa del guion no permite generar un mínimo interés en el público objetivo al que tenía que haber apuntado el estudio. Se entiende que Karukoski evite el conformismo habitual del género, para romper moldes saliéndose de la progresión lineal estándar. Pero ese es el menor de sus problemas.
La obsesión del director por mostrar al escritor como un joven británico atolondrado desvirtúa en gran medida todas las habilidades que le profesaron un lugar en la historia. La compasión es recurrente en todo momento; cuando la cinta bucea en de forma breve -brevísima- en la infancia de John, cuando juguetea con el amor, y cuando se pasea por el campus de Oxford. No hay ni un ápice de virtud en las acciones de un protagonista construido a base de casualidades y golpes de talento repentinos. Como si los cuentos de su madre hubieran sembrado en él una semilla mágica de genialidad esperando a brotar a conveniencia del guion.
Karukoski intenta solventar su falta de incisión en la mente del escritor con una selección de planos fijos sobre la mirada de Nicholas Hoult, y una secuencia íntegramente fantástica que quiere abarcar toda su cosmovisión en pocos segundos. Sí, ese caballo rodeado de una luz rojiza es todo lo que regala Fox de la Tierra Media. El montaje se encarga de hacer el resto, intercalando en momentos arbitrarios dicho material con la narración amilanada y completamente plana de su vida real. ¿Se entiende una decisión así? Claro que se entiende. "Tolkien" nace como un biopic, no un tríptico vacacional de La Comarca. La cuestión es que tampoco funciona como archivo histórico.
El guion se toma demasiadas libertades como para alcanzar un estatus de fidelidad a la altura de las pretensiones con las que fue escrito. Se acepta barco al iniciar la narración desde la Primera Guerra Mundial, para apoyarse en el propio escritor como narrador omnisciente de su pasado. Y se acepta barco también al repartir de forma simultánea la trama amorosa de Edith Bratt (Lilly Collins), con la burbuja de camaradería cocinada en la T.C.B.S. Sin embargo, se entiende la reacción obtusa de la Tolkien State al querer respaldar una quimera que no encuentra un propósito claro en sus casi dos horas de metraje.
Para aquellos que lleguen a la vida del genio buscando pinceladas mágicas de su obra literaria, se toparan de frente con la cobardía de un equipo congestionado por el infinito de posibilidades que ofrecía el nacimiento de Arda. Y para todos los demás, esos hacia los que parece haber apuntado Fox edulcorando expectativas, tendrán entre manos un drama ligero con problemas de ritmo, que cumple pero ni satisface ni sorprende. Quizás el realismo mágico de Tolkien no pueda ser canalizado en una sola película, o quizás necesite de las manos indicadas para florecer. Mientras se perfila la respuesta, Earendil seguirá surcando el firmamento.
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