La introducción no era un señuelo temático para asentar los eventos pasados. "The Handmaid's Tale" llegaba a la tercera temporada con una promesa de clímax entre los brazos, y una revolución en ciernes cociéndose bajo sus oscuros cimientos. Sin embargo Bruce Miller no ha querido abrazar esa catarsis de emociones. No al menos de momento. Tras tres episodios de transición, en los que se trazaban las lineas a seguir para la temporada, llega un cuarto que no proporciona ningún tipo de disrupción. Continúan forjándose las tramas, y lo hacen a fuego lento. Aunque con una cierta transgresión hacia lo que puede ser un puente narrativo paradigmático.
"A lo mejor somos más fuertes de lo que pensamos" El acercamiento de June a Serena no fue un simple elemento climático. La serie se lanza de cabeza a fortificar ese lenguaje digresor que enfrenta no a Gilead contra la geopolítica internacional, sino a las mujeres de dentro del sistema, contra los hombres que lo levantaron. La todavía mujer de Fred ostenta una posición de poder tan privilegiada, que la protagonista no duda en emplearla como rehén de sus propios intereses de corte colectivo. Ahora bien, no todo es decisión y valentía en June.
El rescate de una de sus hijas no amilanaba el drama que estaba arraigado en su corazón. Consciente de la oportunidad que tenía de rescatar a Hannah, regresaba al infierno para intentar aportar algo de esperanza a ese maremágnum de ideologías opresoras. El objetivo lo tenía claro, pero los enemigos seguían sin perfilarse en su interior. Sí, claro que la oligarquía masculina era la figura de control que estaba propagando la toxicidad entre sus compañeras, pero June también debía enfrentarse a sí misma. Y Miller no pierde la oportunidad de aprovechar este conflicto para recuperar los flashbacks que tan bien funcionaron en el pasado.
"The Handmaid's Tale" no solo regresa a escenarios conocidos, sino que además intenta prolongar las mismas sensaciones de su inicio con los mismos recursos narrativos. La Consagración en este caso, invita al showrunner a entrelazar escenas del propio bautizo que June organizó para su hija antes de que todo se viniera abajo. Los recuerdos van y vienen confluyendo en ella, y sí, duelen. Pero también sirven de estandarte de luz a una persona con una misión de fe por delante; insertar la semilla de la esperanza entre toda esa tierra baldía. June no quiere liderar nada, ni recoger la admiración de nadie, sino solo activar el mecanismo que haga estallar el sistema desde dentro.
El primer paso para logar tal cosa consiste en delimitar a los aliados. "Te respetan, acuden a ti para que las lideres". Su primer objetivo pasa por reactivar el espíritu de revolución en Serena para que genere un enfrentamiento de géneros en los altos estamentos del gobierno. Mientras la equidistancia se convierte en un recurso útil para mantenerse al margen de la peligrosa ambigüedad que arrastra Fred, la franqueza y la fraternidad se convierten en lenguaje primario frente a su antigua Señora. June toma una posición de Celestina maquiavélica para chantajear emocionalmente a cada miembro de la pareja. Este fin sí justifica los medios.
El hombre desesperado por restaurar su matrimonio se arrastra ante las exigencias de su antigua criada, y Serena se va inflando de arrojo creyendo estar buscando una mejora del sistema instaurado. Ninguno de los dos es consciente de las chispas que están iniciando para derrocar Gilead desde dentro. "Ponte el vestido, mueve los hilos". June pierde el velo de silencio reprimido y se muestra más franca que nunca. Serena no obstante sigue dominada por las dudas, pero la confianza de una hacia la otra termina forjando una complicidad que será clave para el ajedrez de influencias que está por empezar.
Con toda esta tensión narrativa a sus espaldas, Miller comienza a buscar puntos de fuga. Vías de escape que encuentra por un lado en Janine, y su oposición inconsciente a las injusticias de la jerarquía, y por otro en Emma. Quien lograra escapar al final de la pasada temporada se ha convertido en una piedra de tótem para las comparaciones que el showrunner quiere dibujar en los nuevos episodios. ¿Cómo es la vida fuera de Gilead? El trauma no es bélico, pero las implicaciones psicológicas trastocan de tal forma a la amiga de June, que no es capaz de asimilar su regreso al mundo real.
El ritmo pausado y el tono contemplativo de estas secuencias ayudan a descargar el pastiche de violencia psicológica que desprende la trama principal. Aunque no nos equivoquemos. "The Handmaid's Tale" es igual o incluso más cruel fuera de Gilead. Emma se reencuentra con su hijo, pero debe superar el miedo a que la haya olvidado, y al hecho de que no volverá nunca más a recuperar su familia. El maniqueísmo que regalaba la oscuridad de Gilead no resulta ser tan explícito como parecía; el mundo sigue siendo un lugar cruel acentuado por el paso del tiempo. Y aún así es mejor que la opresión.
Dentro del país el dolor supera con creces la incertidumbre de los exiliados. Tras los intentos de rebelión propiciados por June y otras disidentes, los sistemas de control parecen haberse recrudecido. Menos libertades, más vigilancia y menos empatía. Lydia se ha erigido como la adalid de una respuesta estamental implacable. Aunque esa transformación no le sale gratis. Las divisiones entre las criadas son además de más palpables, más críticas para una figura de poder perdida en sí misma. Lydia busca su propia identidad en un sistema que la mira con desconfianza y vergüenza. Sí, ella es la brecha por la que June moverá sus propios hilos.
¿Se atreverá Miller a abrir una incisión por ahí? "The Handmaid's Tale" sigue convaleciente, moviéndose por terreno conocido, a la espera de acumular suficiente tensión como para explotar con el poderío adecuado. El trámite para llegar hasta ahí está siendo sin embargo más prolongado de lo que cabría esperar. La revolución no llega. O quizás ya ha comenzado.
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