Bajar al espectador a nivel de suelo siempre fue la filosofía con la que Bruce Miller forjó uno de los dramas más implacables de la historia de la televisión. Arrastrar tramas hacia lo más profundo de los personajes, torpedear el ritmo para convertir cada plano en una losa pesada de simbología, lastrar cualquier tipo de progresión narrativa de corte positivo. "The Handmaid's Tale" se embebía de una pesadumbre casi insoportable con la promesa de volar algún día. Y ese sueño parecía llegar con la conclusión de la segunda temporada. Solo lo parecía.
Aunque el regreso de June a Gilead prometía un futuro construido a base de conspiraciones, espionaje, y venganza, lo cierto es que la ficción no termina de despegar. Y no quiere hacerlo. Había demasiado que asentar tras la salida del bebé, el corte de dedo, y la rebelión contra la cabeza operativa más visible del sistema. La conclusión sigue siendo el objetivo; un clímax capaz de convertir las tensiones acumuladas en explosiones de ira o satisfacción. Pero para llegar hasta ahí el universo de Margaret Atwood necesita seguir aburriendo al espectador.
El resto del artículo contiene spoilers. Te recomendamos primero ver los episodios y después continuar leyendo.
Tras un primer episodio que sirve a modo de aperitivo, Miller decide fraccionar las tramas en varios frentes. Por un lado el de June, quien poco a poco va entrelazando intereses con la red de influencias que han construido las Marthas, por otro lado con Serena y su reconversión a una disidente alternativa, y por último, con la vida postraumática que inicia Emily en Canadá junto a Luke y Moira. Todos los nudos comparten el mismo origen y el mismo final, pero cada uno de ellos destila suficientes sabores como para poder explotarlos de forma independiente sin perder de vista el enfoque narrativo. Ahora bien, esta esquematización no sale del todo gratis.
En pasadas temporadas el desarrollo fandangoso y plomizo de la trama se compensaba con un escenario presentado estratégicamente. La casa de los Waterford era el centro de actuación de cada una de las narrativas que se intercalaban entre los personajes. Aunque Fred desviara su atención para cubrir una visita en el extranjero, o June se obsesionara con el cuidado emocional de sus compañeras, ambos seguían estando conectados por la cama en la que Miller descorchó el terror en el primer episodio.Todo pasaba por ahí. Pero con su destrucción en la apertura de la tercera temporada, la serie se abría de forma manifiesta a un complejo sistema de arcos y sub-arcos casi irreconciliables.
La opresión sexual, y la mercantilización del cuerpo femenino ha dejado de ser el pilar central de la serie, para convertirse en una referencia sugestiva a lo que ya no aparece en pantalla. El foco ahora se ha ampliado a Gilead, y con él han llegado al frente cuestiones de mayor magnitud; el futuro del régimen, tensiones geopolíticas, rebeliones internas, y todo tipo de cuestiones enfocadas a preparar la reyerta final que decidirá el futuro del país. "The Handmaid's Tale" ha dejado de ser íntima para ser colectiva. ¿Cuál es el problema? Que lo realmente interesante de la ficción no era la contextualización de Gilead en el panorama internacional.
La única salida viable a este pastiche de intenciones desmedidas es la desidia. Sí, la serie fatiga, y no porque no intente lanzar un estímulo tras otro al espectador. Hay tantos frentes abiertos, que la sobreexposición acaba dominando la experiencia por completo. ¿A qué presto atención?Tres episodios después de dar inicio la temporada, la sensación de no haber avanzado nada desde el regreso de June a la ciudad, es palpable. Miller propone temas desde ópticas inéditas hasta el momento, pero se pierde en la inmensidad de un material que siempre se presentó demasiado complejo de desarrollar. El campo de acción se va ensanchando, pero no hay nada que canalice toda esa información.
Da igual que la burbuja de opresión se abra para permitir a June adentrarse en el mundo de las Marthas, que Nick ascienda a Comandante para ir a la guerra, o que Serena se replantee su propia identidad bajo el juicio constante de su madre. "The Handmaids's Tale" había funcionado hasta ahora no por bucear en los miedos y el drama de Offred, sino por mantener una promesa de esperanza increíblemente brillante. ¿Dónde ha quedado eso? Toda lo sugerente que ha ganado la temporada suavizando las escenas de violencia y sexo, lo ha perdido al manosear el concepto de rebelión. Mostrando una y otra vez hechos correlacionados que no llevan a ningún punto la trama.
Y sin embargo la experiencia consigue mantenerse sobre esa cuerda tensada. A Miller todavía le queda margen para seguir explotando la serie con los mismos elementos y fórmulas que en el pasado. Pero todo tiene una fecha de caducidad. La lentitud soporífera del ritmo y la belleza formal de las secuencias -MGM sigue rallando el sobresaliente con el uso de la luz y los primerísimos planos- todavía ejercen un efecto absorbente en pantalla. No hay motivo para pensar que este universo deje de doler cada vez que abre sus puertas, pero sí que no termine de hacer cumbre, repitiendo los errores de otras ficciones recientes. "The Handmaid's Tale aburre", y eso es bueno, de momento.
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