Con un discurso que escondía entre sus líneas un mensaje cuyo objetivo era diluir el claro corporativismo armamentístico que sostiene buena parte de la economía de Estados Unidos, Donald Trump justificaba hace unos meses que la terrible ola de tiroteos en colegios tenía que ver con cualquier cosa menos con las armas en sí mismas; reabriendo así ese debate que tanto nos había costado dejar atrás en el que el mundo veía al medio como a un demonio que, en su infinita maldad, era capaz de adentrarse en nuestras ingenuas mentes, cruzarnos un par de cables por dentro del cráneo, y lograr que la parte de nuestro cerebro que nos diferencia de los animales se anulase como por arte de magia para salir a la calle y apuñalar al primer ser vivo que se cruzase en nuestro camino.
Las palabras del político servían para que las grandes masas quedaran tranquilas al creer que los terribles sucesos que los telediarios repetían para alimentar la gran maquinaria del miedo de la nación tenían una motivación concreta detrás: la diabólica caja llena de chips que los niños tenían en casa. Lo cual entra en conflicto con que exista la posibilidad de aprovechar la caminata para ir a comprar el pan en canjear un puñado de dólares por un paquete de balas de 9mm en el mismo supermercado.
''Debemos comenzar a dejar de glorificar la violencia dentro de nuestra sociedad. Esto incluye a aquellos videojuegos que son cada vez más populares. Es muy fácil hoy en día que los niños problemáticos se rodeen de una cultura que celebra la violencia''. Así es como Trump hacía un llamamiento a la cordura de sus paisanos con un mensaje moralista que contaba con gran sabiduría en sus intenciones pero, al mismo tiempo, vaciaba su contenido en recipientes engañosos. Principalmente porque señalaba la importancia de luchar por un cambio cultural necesario pero, por otra parte, utilizaba al videojuego como ejemplo de una problemática que posee unas raíces que se extienden profundamente en otros aspectos de la filosofía de vida occidental.
Es por eso que en este artículo retomaremos las intenciones del mismísimo Trump de preguntarnos cómo se trata la violencia en los videojuegos y por qué este vínculo trae consigo una serie de connotaciones y matices sumamente profundos que no deberían obviarse. Así y con la idea en mente de que esto no se convierta en un denso recital de contraargumentos en relación a lo dicho por el presidente norteamericano, intentaremos explicar desde un punto de vista psicológico por qué los videojuegos no crean gente violenta per sé y, para lograrlo, nos aferraremos a uno de los títulos que mejor han entendido la relación entre el ser humano y su naturaleza más instintiva: The Last of Us.
Si prestamos atención a la definición que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española sobre la palabra violencia, observamos que esta se construye sobre un concepto simple: ''Cualidad de lo violento'', es decir, ''que actúa con ímpetu y fuerza y se deja llevar por la ira''. Sin embargo, en términos psicológicos la violencia es un concepto que se encuentra sostenido por un millar de matices y premisas, comenzando por aquellas que hacen referencia a sus mismos orígenes hace millones de años.
Si entendemos que la violencia también es definida como ''usar la fuerza para conseguir un fin'', nos daremos cuenta de que esto ha sido algo que ha definido a la humanidad desde tiempos remotos. Lo cual se explica en la idea de que una pequeña parte de nuestra psicología aún es incapaz de olvidar nuestra herencia animal. Seguro que alguno de vosotros o vosotras siente un miedo ridiculamente inexplicable hacia algo que aparentemente sea inofensivo como, por ejemplo, una avispa. Ese miedo se llama instinto, y a todos nosotros nos quedan trazos de él, dado que en su día fue la única herramienta que nuestra especie tenía para garantizar su supervivencia y, tras miles de años de ponerla en práctica, se ha quedado grabada a fuego en nuestras partes más internas del cerebro.
Ahora bien, con todo esto quiero decir que la violencia en el reino animal es un simple acto encaminado a fomentar la evolución: la supervivencia del más fuerte, tal y como se conoce más comúnmente. Es por eso que todos los seres humanos, incluyéndome a mi e incluyéndote a tí, contamos con rasgos potencialmente violentos. Y, si bien no quiero decir con esto que nuestra personalidad lo sea, si que es cierto que en algunos momentos puede activarse una pequeña parte de dicha violencia. Sin embargo, la humanidad ha crecido tanto y nuestro cerebro se ha desarrollado a tal nivel que esta ha adquirido funciones que van más allá de lo territorial y de la imposición gracias a la evolución de nuestro entorno social y a cómo miramos aquello que nos conecta entre nosotros: las emociones.
La sociedad a la que hemos ido trayendo ladrillos y palos para poder erguir en ella algo sólido se basa actualmente en varias premisas psicosociales, pero hay una especialmente clara: el pánico generalizado a los sentimientos. Uno de los parendizajes sociales que debemos llevar a cabo cuando somos pequeños tiene que ver con cómo manejar nuestras emociones con el otro que tenemos delante y en relación al mundo que nos rodea. Esto implica aprender cómo comunicarlas, cómo compartirlas, cuándo hacerlo y cuándo no y cómo gestionarlas internamente. Sin embargo, el ritmo de vida de la comunidad en la que vivimos y las millones de realidades distintas que se solapan a través de todas las personas que viven en ella han provocado dos cosas: que no haya suficiente tiempo como para desarrollar este último proceso de forma idónea y, en segundo lugar, que se haya confundido el concepto de ''manejo'' emocional con ''control'' emocional.
Con todo estos intentos de contextualizar, lo que quiero decir es que nuestra sociedad aún no sabe cómo gestionar el componente emocional de las personas, por lo que es algo que le aterra y ante lo que prefiere la represión de las mismas antes que un tratamiento más abierto de estas. La violencia, en consecuencia, puede ser en ciertos casos uno de los múltiples mecanismos que existen para responder ante las propias emociones cuando la sociedad no se permite darnos tiempo ni espacio para hacerlo. La violencia puede surgir como una respuesta ante la tristeza, solo que, en lugar de permitirme a mi mismo sentirme frágil y herido, podré tender a dar una respuesta violenta que niegue la amplia riqueza emocional que estamos atravesando. Haciendo que volvamos a un estado primitivo y animal; donde nuestro procesamiento emocional no era tan complejo como para que nuestros propios sentimientos nos hicieran sufrir.
Si a todo esto le sumamos que la violencia puede ser reactiva o premeditada, que el ser humano posee varios niveles de consciencia sobre lo que hace o deja de hacer y que los procesos violentos poseen un componente de ausencia de empatía, observamos que nos encontramos ante un concepto que esconde una gran riqueza tras de sí y que posee muchas más connotaciones de las que se le puede atribuir a simple vista. Porque, de nuevo, en un acto más bien de hipocresía, la sociedad teme a lo inevitable a la vez que a lo que ella misma engendra. Teme a las emociones, al mismo tiempo que a aquellos mecanismos de adaptación que surgen en las personas para poder ir a favor de la corriente que nuestro propio entorno social promueve.
Ahora que sabemos que la violencia es algo que no se genera de la nada, sino que es un compañero ancestral que se encuentra grabado en lo más recóndito de nuestros genes y que, en consecuencia, su manifestación vendrá dada por las condiciones sobre las que se construya nuestro entorno, es la hora de adentrarnos en el videojuego como medio para ver las maneras en las que este trata dicho aspecto psicológico. Comenzando por la idea de que el videojuego como tal es una herramienta de lo más útil a la hora de señalar y potenciar lo que ya hay en nosotros, pero nunca genera sentimientos ni sensaciones de la nada.
El videojuego en sí puede llegar a actuar como espejo de algunas partes de nosotros mismos, solo que de una manera distorsionada. Principalmente porque nos coloca ante situaciones que no son reales y porque construye estas dentro de un espacio concreto y controlado cuyas reglas están bien definidas desde el principio. Es por ello que reflejan aquella parte de nosotros que no llega a ser nosotros en realidad: es una parte que está situada en un contexto donde la moralidad y la contención no son útiles ni han de darse porque lo que se refleja en la pantalla no pertenece al mundo real. Algo que se refleja, por poner un ejemplo, en cuando en Grand Theft Auto V disparamos a un conductor para hacernos con su coche y no nos paramos a pensar en qué hará su familia sin su sustento económico, o en cómo afectará esto al crecimiento de sus hijos o a los grandes esfuerzos que tendrá que hacer su pareja para criarlo; no pensamos en ello porque, simplemente, no existe.
Ahora bien, esta postura hace que los videojuegos puedan actuar como señaladores y catalizadores de la violencia de dos maneras: en primer lugar, como una herramienta que actúe como conductora de la misma y, por tanto, genere placer en alguna parte de nuestro subconsciente al darle alas a aquella parte animal que hemos reprimido y, en segunda instancia, como un recurso que metacomunique sobre la propia violencia y nos ayude a alcanzar un conocimiento más profundo ya no solo sobre su misma concepción, sino sobre cómo nos enfrentamos cada uno ante la misma.
El primero de estos casos hace referencia a la idea de que nuestros instintos más primitivos salgan a la luz en un espacio creado y delimitado artificialmente y, por tanto, que suprima cualquier consecuencia real posible que se daría si empleásemos dicha violencia en el mundo en el que vivimos. Por otro lado, el segundo caso que hemos mencionado antes iría encaminado a erguir juegos cuya narrativa y jugabilidad contaran con un mensaje entre líneas; uno que nos pusiera frente a frente con algunas de las claves sobre las que se yergue nuestra condición humana, tal y como es el caso de The Last of Us.
La universidad de Oxford no ha encontrado evidencias que nos permitan asegurar que exista relación entre la violencia en los videojuegos y los comportamientos agresivos en adolescentes, tal y como se refleja en su investigación
Los primeros recurdos que conservo de The Last of Us se originaron incluso antes de hacerme con el juego y, por aquel entonces, ya pude comprobar con mis propios ojos cuáles serían los pilares sobre los que se erguiría el mundo posapocalíptico de Naughty Dog; sobre todo, tras ver un vídeo que reflejaba los primeros compases de la aventura y que servían para construir el contexto sobre el que el personaje de Joel daría un salto hacia su segunda vida. La muerte de su hija sirvió como ese primer golpetazo en el pecho que sacudió a todo aquel que se adentró a jugar The Last of Us pero, detrás de ese mazazo emocional, se escondían las primeras reflexiones sobre la violencia; demostrando que el juego de Naughty Dog es un producto sumamente consciente del mensaje que quiere transmitir y que cuenta con un rico subtexto como principal aliado para lograrlo.
Los primeros compases del juego sirven para dar pie a una hipotética situación encabezada por las palabras ''qué pasaría sí''. Y más que tratarse de un ''Qué pasaría si el mundo se fuese al traste con un apocalípsis zombie'' sería: ''Qué pasaría si dejáramos dar rienda suelta a la violencia de nuestra especie sin ningún tipo de contención''. Las dudas del soldado que se plantea si hacer caso a la orden de disparar a un padre y su hija se acaban dirigiendo hacia un camino en el que el disópico salto que la sociedad ejecuta necesita reprimir cualquier contingencia posible mediante el uso de la violencia. Justo aquí es donde se plantea la primera problemática: si la violencia es el recurso principal que emplea la sociedad, esta dejará de existir como tal para dar paso a un mundo donde el ser humano involuciona hacia una etapa más temprana de su especie; una donde la supervivencia, los límites territoriales y el bien individual sobre el bien común eran los elementos que regulaban toda interacción posible.
La situación que plantea The Last of Us nos muestra un entorno que no entiende que la herramienta principal que emplean a la hora de deshacerse de toda contingencia que genere sufrimiento en el futuro (el cual vendría obviamente dado por las esporas que convierten a la gente en zombies) es, a su vez, generadora de más sufrimiento por sí misma. Esto nos deja con una interacción en bucle de una sociedad que intenta reprimir los estragos que causa la violencia con más violencia, haciendo honor al sabio refrán que dice ''pan para hoy y hambre para mañana''. Pero lo más interesante de todo es que Naughty Dog no pretende lanzarnos este mensaje a través de unos canales claros y concretos, sino que sumerge al jugador en un amalgama de tonalidades grises donde nada es ''completamente bueno'' ni ''completamente malo'', tal y como sucede en la vida real.
La aventura maneja de forma magistral la concatenación de dos tipos de situaciones, comenzando por un primer caso en el que nos amoldaremos a la fórmula violenta de su mundo porque esta sí que resulta útil en la distopía que plantea. Porque aquí, es el propio entorno el agente que propicia que sus habitantes se lancen sin pensárselo dos veces al cuello de otros; aquí se ha establecido una jerarquía donde solo sobrevive el más fuerte o, en este caso, el más violento. Esta similutd entre la violencia y el concepto de fuerza es la convirte a Joel en un protagonista decidido, a pesar de todos los remordimientos con los que carga a sus espaldas. Ha tomado la decisión de ser la persona que tiene que ser y no la que le gustaría ser con tal de no dejarse devorar tanto por su mundo interno como por el externo. Es por eso que lo vemos adaptado a su entorno: es violento como el que más cuando necesita serlo, y nosotros los jugadores lo somos junto a él.
No obstante, la riqueza que esconde tras de sí el personaje protagonista del juego viene dada por una serie de matices que nos hacen alcanzar esas tonalidades grises de la que hablábamos antes y que hacen referencia a la segunda manera en la que Naughty Dog trata todo esto: mientras que The Last of Us nos hace sentir cómodos con su violencia en ciertas ocasiones, en otras, las dibuja como sucesos sumamente desagradables.
Joel puede elegir entre quedarse a llorar la muerte de su hija durante un buen puñado de años más o aprovechar la segunda oportunidad que la vida le brinda gracias a Ellie, lo cual genera una situación que encuentra un mismo origen y que genera dos consecuencias que se solapan: entendemos que Joel quiera vengarse de la muerte de su hija de forma violenta contra el mundo, porque este se la arrebató. Pero también se nos enseña que el personaje muestra dudas sobre lo que hace porque la vida anterior que compartía con su hija sigue latiendo en algún lugar de su corazón.
"Últimamente, esta es una historia sobre el ciclo de la violencia, ¿cierto? Pero, más allá de eso, es una conversación sobre los efectos que el trauma sistémico puede tener en tu alma"
Halley Gross, hablando sobre cómo Naughty Dog retratará la violencia en The Last of us 2
Observamos entonces que, mientras que el mundo nos presenta la cara más atractiva de la violencia, es Joel quien se encarga de poner nuestra mirada hacia sus lados más incómodos. Pero es que estos últimos no se reflejan en la parte narrativa del juego como tal, sino que también logra llegar al que está al otro lado de la pantalla a través de lo puramente jugable: esos gritos de terror cuando un NPC se percata de que su compañero ahora es un cadáver, ese crujir que escuchamos cuando propinamos un golpe a un igual, ese crepitar de los chasqueadores que vagan por los sótanos del hospital habiéndose olvidado por completo de lo que eran antes. La obra de Naughty Dog logra este segundo efecto al intentar recrear las reacciones humanas de la forma más real posible y es ahí donde se puede hablar sobre la violencia, dado que el videojuego pasa a actuar como un espejo de nuestra especie y no como una sucesión de polígonos que no nos generen empatía alguna.
El valor que realmente se esconde en las líneas de código de The Last of Us con respecto al tema que ha ocupado nuestra atención en este artículo es que es un juego que está interesado en metacomunicar sobre la violencia o, dicho de otra manera, que emplea la misma violencia con el objetivo de hablarnos sobre ella. Lo cual genera una dinámica en la que Naughty Dog extiende la mano a través de la pantalla, nos arranca uno de los más puros instintos de nuestra especie del pecho y nos lo presenta en una atrapadora sucesión de imágenes y sonidos.
The Last of Us es un gran ejemplo de como los videojuegos pueden ser un medio sumamente útil a la hora de hacernos reflexionar sobre aquellos temas que agitan nuestra cultura. En este caso en concreto, el punto que se anota Naughty Dog reside en un producto que puede ayudarnos a reintegrar de forma sana una parte de la condición de nuestra especie que se ha visto reprimida durante siglos de evolución. ¿Significa esto que deberíamos sacar a la vista nuestros comportamientos más violentamente instintivos? Ni mucho menos, pero poder hacerlo en un entorno seguro puede ser útil a la hora a darle una vuelta más más al lugar del que venimos y a aquellas partes que aún siguen latentes en nosotros.
Se ha dado mucha importancia a la disonancia que existe en el mundo del videojuego entre lo jugable y las claves narrativas sobre los que se sostienen sus historias. Pero ya es hora de que también se trabaje por eliminar la disonancia que existe entre un producto que nace de la cultura en la que vivimos y nuestras propias vidas. ¿Disonancia Ludovital?... Lo cierto es que esto último sonaba mucho mejor en mi cabeza.
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