Resulta filosófico y también cierto decir que el camino es lo más importante, pero cuando hablamos del Trono de Hierro lo único que importa al final del día es el culo que se posa sobre él. "Juego de Tronos" ha conspirado, matado, y llorado por alcanzar la respuesta final, y aunque ahora resulta inevitable mirar hacia atrás con cierta nostalgia, la octava temporada es el último obstáculo para conocer la solución al puzle. Puede que la serie ya no se parezca en nada a lo que era en sus comienzos, y que el punto de mira haya virado hacia el norte dejando atrás las tramas palaciegas, sin embargo es ahora cuando Poniente es más Poniente. Cuando los caminos se cruzan para afrontar un mismo destino.
Y no, aunque los directores vendieran los últimos seis episodios como un clímax mantenido de acción y muertes, lo cierto es que han sabido mantener la compostura. Tras dos años de espera vuelve Jon Nieve, vuelve Sansa, y por supuesto, vuelven los Caminantes Blancos. Pero no las respuestas. David Nutter, quien ya se hiciera cargo del fatídico episodio de La Boda Roja mantiene el tipo con un estilo sosegado que huye de lo previsible apostando por la conciliación y el tono tan familiar de la serie. ¿Cómo? Con un chiste de eunucos entre Varys y Tyrion.
Hay una intención manifiesta desde el minuto uno en destensar la cuerda que se ha ido estirando durante dos años de espera. Cierto es que esta octava temporada será la más corta de toda la serie, pero al contrario de lo que se podría pensar, eso no ha precipitado los eventos. De hecho, Nutter mantiene la dinámica vista en la pasada temporada, poniendo los reencuentros por encima de los combates y la acción. Y qué reencuentros. Si los dardos entre Sansa y Arya ya hicieron las delicias de los fans el pasado 2017, aquí la apuesta se redobla e incluso triplica.
Viejos enemigos por fin se ven las caras y el baile de miradas es increíblemente tenso. Daenerys llega a Invernalia con sus dos dragones, sus Inmaculados, y sus Dothrakis, pero lo que allí se encuentra no es precisamente la bienvenida inocente que le procuró su rey en Rocadragón. Las enemistades entre el norte y el sur se hace más palpables que nunca, herederas no de un combate o un asesinato en particular, sino reflejo de una mentalidad. Las gentes del norte no se mezclan con las del sur. Así había sido durante siglos, y así debía seguir siendo. De no ser porque se acerca el invierno, y esta vez de verdad.
Jon encarna el papel de salvador luchando por romper jerarquías políticas y escudos, por aunar a toda la humanidad frente a los Caminantes Blancos, pero la incredulidad y la desconfianza es más persistente. Muchos esperaban que el tira y afloja de la pasada temporada, que todos los esfuerzos por demostrar la amenaza de Más allá del Muro, llegarían a su fin en esta última temporada. Sin embargo nos topamos con un primer episodio bastante continuista con una premisa dispuesta a seguir elevando el tono. Y lo curioso es que sigue funcionando. Nutter nos deja algunas de las escenas con más sinergia de toda la serie.
Claro que contamos con momentos de ternura, como el reencuentro entre Arya y el propio Jon, no obstante lo que predominan son las miradas asesinas y la lucha de egos. Tan solo dura unos segundos; el intercambio de palabras entre Sansa y Daenerys no solo es una situación manufacturada para satisfacer determinado fanservice, sino que también es un cúmulo de experiencias adquiridas durante el viaje. Y es ahí donde precisamente este primer episodio brilla con especial intensidad. En la gestión de intangibles apoyados en la experiencia.
No en lo que vemos en pantalla. En las interpretaciones corporales, en las frases cargadas de significado, y en una recompensa manifiesta para todos aquellos que han seguido el viaje desde el inicio. Nutter juega con el poder simbólico que le da un desenlace así para conmover al espectador buscando su lado más sentimental. Ver a Jon volando junto a Daenerys es mucho más que la confirmación de que este primero es un Targaryen. Es el primer gesto de compasión que "Juego de Tronos" tiene para con los fans. Después de quemar cualquier tipo de esperanza, de ir siempre contra los seguidores, la serie busca afianzar relaciones con la comunidad.
De ahí nace el tono conciliador y la comedia avenida de ciertas escenas. Esa mirada de Drogon a Jon y Daenerys mientras se besan, o las palabras despectivas que le procura el Perro a Gendry cuando este le fabrica un hacha de vidriagón. Hay un humor blando que se aprovecha del desarrollo de personajes manufacturado durante ocho años, para cultivar un escenario de intimidad entre los fans y la propia serie. Pero también hay espacio para las revelaciones, y para tender puentes hacia lo que, ahora sí, promete ser la gran batalla final contra el Rey de la Noche. No por nada se regresa al escenario donde comenzó todo.
"Juego de Tronos" se pliega sobre sí mismo buscando el contraste entre los inocentes Stark que se escondían detrás de la teta de su padre, y los sufridores pero aguerridos supervivientes que son hoy en día. En ese sentido la serie compacta de forma soberbia los aprendizajes del camino, y lo dispone todo para el acto final. Quizás se podría haber optado por un inicio de temporada más intenso, con alguna muerte importante, o con alguna revelación de última hora. Pero trabajar sobre terreno sembrado era lo que precisamente necesitaba la serie para volar una última vez junto a sus dragones.
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