Nunca se ha contentado con cumplir, y no lo iba a hacer con la película más sonada de toda su filmografía. Drew Goddard se ha conseguido hacer un nombre en la industria gracias a su particular visión del séptimo arte, y especialmente gracias a su idiosincrasia a la hora de confeccionar historias. Heredero de Whedon y Abrams, este productor reconvertido en guionista, y en última instancia director, consiguió llamar poderosamente la atención con "The Cabin in the Woods", aunque no logró clavar el salto. Esa rara avis que siempre lleva con él impregnaba toda la película, y esa misma naturaleza vuelve a hacer de las suyas en "Malos tiempos en El Royale", una experiencia más expositiva que narrativa que no termina de culminar en casi dos horas de metraje.
Como si se tratara de una obra teatral, esta particular película asienta raíces en un solo escenario para ir desarrollando una trama salpicada por giros –normalmente esperables-, y por las subtramas de cada uno de los personajes que aparecen en pantalla. En lugar de una cabaña, Goddard elige un hotel en el Estados Unidos de los años 70, para ejecutar casi siguiendo los mismos pasos, un ejercicio de experimentación con claroscuros que desorienta sin terminar de llegar a ninguna parte. Por el camino el director da pinceladas de lo que podría haber sido una Giocconda pulp, pero termina perdiéndose en la inmensidad de su incomprendida ambición.
¿De qué trata "Malos tiempos en El Royale"? Viajamos en el tiempo hasta 1969 a un hotel llamado El Royale. Antiguo enclave de grandes personalidades, este recinto construido literalmente sobre la frontera de Nevada y California, ahora está en plena decadencia. Al lugar un día llegan varios invitados bastante peculiares; el cura Daniel Flynn (Jeff Bridges), la cantante Darlene Sweet (Cynthia Eriyo), la criminal Emily Summerspring (Dakota Johnson), y el vendedor de aspiradoras Laramie Seymour Sullivan (Jon Hamm). Entre el derrumbe simbólico y físico del edificio, estos huéspedes, con sus propios pasados, y futuros, viven la noche más intensa y dramática de sus vidas.
Si hubiera que describir la película con una sola palabra, esa sería "extraña", tanto en el buen como en el mal sentido. Esta era la primera vez que Goddard contaba con un elenco de estrellas realmente importante, y sus ganas de demostrar el talento que atesora traspira en cada minuto del metraje. Hay un esfuerzo constante del director por supeditar la exposición de las escenas a la propia trama de la película. Algo realmente incomprensible si atendemos al planteamiento inicial que nos propone este particular hotel. Un mismo escenario, gran peso de los protagonistas, y una rotación general en torno a las dinámicas que se generan entre ellos. ¿Por qué entonces sigue primando la forma sobre el contenido? Esta disonancia es uno de los principales lastres de la película.

El elenco es un compendio de clichés que no logra sorprender ni con los previsibles giros del guion.
Ante un guion sin demasiada complejidad que busca retorcerse innecesariamente, Goddard saca a pasear su particular gusto artístico poniendo sobre la mesa todos los recursos que ha ido recogiendo a lo largo de los últimos años. El director mide los tiempos de una forma soberbia, intercalando planos generales realmente largos y silenciosos, con un movimiento de cámara combativo en distancias cortas. No nos encontramos ante una cinta con grandes virguerías técnicas, pero sí con un acabado formal reluciente. Tanto la decoración, como la fotografía, y la iluminación, recuerdan de manera intensa a Tarantino. Hay una violencia implícita en el contexto que el director sabe utilizar a su favor con un primer tercio de película cargado de tensión, en el que el movimiento gestual de los personajes es clave.
La presentación de "Malos tiempos en El Royale" es desmpanpante y al mismo tiempo desalentadora. En el lugar se respira el éxtasis y desenfreno de los años 60, pero también la decadencia y depresión de la década siguiente. Ese sentir se traslada a unos protagonistas arrastrados por dramas del pasado, que buscan en ese sitio perdido en medio de la naturaleza algún tipo de redención. Para narrar esto Goddard sin embargo necesita echar mano del componente narrativo, y es ahí donde empieza a descarrilar.

Los flashbacks se suceden de forma cíclica y solo consiguen extender la duración total del metraje innecesariamente
Los personajes son clichés redundantes que resultan increíblemente soporíferos cuando comienzan a divagar. Ni el cura, ni la cantante, ni siquiera el botones del hotel, tienen un ápice de interés que mantenga cohesionada la tensión formal del contexto. El director intenta resolverlo incorporando en cada uno de ellos una segunda identidad, que aunque aporta algo de picante a la mezcla, no es más que otra cara del mismo arquetipo. El único que se sobrepone a esta diatriba errática es Chris Hemsworth, quien se reencuentra con Goddard seis años después en un papel fugaz pero transversal.
Fox utilizó a la estrella australiana como principal reclamo de la película, pero lo cierto es que no es más que la guinda de todo el pastel. El actor aparece ya en la recta final, cuando todo se está viniendo abajo, y lo único que aporta es una trama más a destiempo que se suma al descontrol narrativo previo. Sin embargo nada de eso importa. Hemsworth se ha cansado del martillo, y dese hace ya algunos años ha ido saltando de flor en flor para demostrar que es más que un torso pulido. En esta ocasión se atreve dando vida a Billy Lee, el líder excéntrico y narcisista de una secta. La fuerza con la que irrumpe en el hotel es tal, que desvía todas las miradas, y durante casi media hora protagoniza su propia película. El colocón embriaga, sí, pero el cineasta pronto nos devuelve de forma atropellada a la realidad.

Goddard se gusta en los momentos de mayor exposición visual, con planos realmente bellos, y una iluminación absorbente.
Los diálogos infinitos, las miradas sostenidas, y la presentación televisiva de numerosas escenas, entorpecen enormemente el interesante intento de despegue que el director ejecuta en la segunda mitad de la película. Lo que en un principio parece una cinta pulp de situación con tropos del cine setentero, termina derivando en una crítica social cargada de mensajes bastante contundentes. El feminismo, la igualdad de clases, o la desmitificación de El sueño americano se van dejando sentir con más intensidad según pasan los minutos. Pero son tantas las direcciones hacia las que quiere Goddard enviar su mensaje, que al final todo queda en un cóctel confuso al que le termina pesando demasiado la flojera de la trama principal.
Con todo ello, "Malos tiempos en El Royale" sigue albergando un valor intrínseco al sello autoral del cineasta. La película, como experimento que es, acumula un gran número de problemas que terminan perjudicando la experiencia final, pero a lo largo del viaje deja algunos de los momentos más memorables de todo el año. El talento de Goddard nos regala una escena introductoria de más de cinco minutos absolutamente descomunal, y más de un homenaje a grandes clásicos de la época en la que se ambienta la trama. Todo ello viene envuelto en papel de teatro, creando la película perfecta para que salgas del cine tan enfadado, como confuso, e incluso inspirado. No merece un segundo visionado, pero con una sola bala esta película ya es capaz de removerte por dentro, y eso es algo casi quimérico en una época de grandes blockbusters.
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