Ni Matthew McConaughey, ni Woodey Harrelson, ni el Rey Amarillo. Nic Pizzolato volvía a casa sin ninguna de las señas de identidad que dieron forma en un principio a su exitosa fórmula, pero lograba demostrar autonomía. "True Detective" depende tanto de su nombre que cuando se marchó, nada impidió que se derrumbara. Y ahora que ha regresado, vuelve a encumbrarla. La esencia noir y gótica de la ficción está ligada íntimamente al cineasta, y aunque la tercera temporada no ha hecho más que empezar a caminar, todo ya huele a una decadencia familiar. Los dos primeros episodios fueron una prueba de fuego de las que la serie salió con nota, y ahora da paso a las sombras chinas.
Volvían los saltos en el tiempo, vacíos en la memoria del protagonista, y una pareja de protagonistas dispar pero complementaria. Pizzolato asegura la presentación para soportar la nueva trama. Dos niños, Julie, y Will Purcell, un asesinato y desaparición, y un complot arraigado en un sistema social podrido son ahora sus ases sobre la mesa. La forma de jugarlos sigue de nuevo el ocultismo y misterio de la primera temporada. Nada es lo que parece, y cuando sí lo es, resulta inalcanzable. “El gran nunca” dibuja una línea interesante por el pasado de Wayne Hays, y da forma a esa personalidad disuelta a través de tres décadas.
Comienza la investigación de la desaparición de la niña, y de dónde no parecía haber nada que rascar, florecen todo tipo de pistas. Pizzolato es consciente de que necesita un hilo conductor para enganchar al espectador, pero no está dispuesto a abandonar su verdadero interés. El mapa de señuelos y rastros que deja por los distintos escenarios son o bien callejones sin salida, o nudos imposibles de desatar. El showrunner dispone distracciones suficientes para mantener el suspense del caso, pero pronto disfraza de Lynch. Y es que a "True Detective" sigue estando más interesada en las consecuencias, que en resolver la identidad del asesino.
La propia disposición en tres épocas ya es toda una carta de intenciones. El objetivo es cerrar el pasado para que los personajes puedan continuar hacia adelante, sin embargo Hays ha levantado todo un muro de defensa. Tanto la periodista, como sus superiores intentan derribar esa barrera con preguntas, pero lo único que consiguen es desordenar todavía más su memoria. Y todo lo que le afecta al detective, afecta a la realidad que vemos. Esta tercera temporada está tan sintetizada con Hays, que hace complicado discernir entre realidad y recuerdo. Lo que entonces es un hecho, se torna sospecha, y termina como mentira. Cada época es una ventana distinta, imparcial, pero válida por su contexto.
El cuestionamiento de la realidad que le rodea proporciona el suspense. El asesinato por su parte solo sirve como leit motiv . Ahora bien, el caso de los Purcell no solo marcó para siempre a Hays. Amelia, su mujer, también cayó junto a él, e incluso su propio hijo se está viendo arrastrado por el pasado de su padre. Hay un pesimismo persistente en las miradas, las conversaciones, y el sentir de cada una de las escenas. Del dolor de los padres de los niños, Pizzolato extrae un tono gris con el que recubre a todos sus personajes. Y lo hace mientras desarrolla poco a poco la investigación.
Wes y Hayne regresan a lugar del crimen, preguntan al vecino de los niños Danny Boyle, y comienzan a percatarse de que algo falla. Julie y Will no solían salir a jugar solos, ninguno de sus compañeros de escuela les había visto nunca hacerlo. De una pista a otra. En su casa pronto aparecen unas misteriosas notas, y lo que parece un mapa. ¿Fue premeditado? La sombra de un Gran Hermano comienza a discurrir entre ellos. La serie sabe que es por ahí por donde puede sacar más partido a la premisa, y no duda en introducir a la compañía de procesados en la que trabajaba la madre –aquí viene la amenaza de la conspiración-, además de dos señuelos; uno más obvio que otro.
Pizzolato necesita huir de la verdad todo lo posible, y mantener un ritmo lento que permita asentar bien la psicología de sus personajes. Ahí encajan los chivos expiatorios; un coche misterioso con un hombre y una mujer en su interior, y Brett Woodard, el veterano de guerra y antiguo compañero de Wanye. La sombra de la sospecha se extiende cada vez más ¿también está involucrada la policía? El granjero asegura haber sido preguntado por alguien con placa, y la fotografía de comunión encontrada en la casa introduce un elemento religioso. Poco a poco la serie va dibujando al enemigo; no un loco –o quizás sí-, sino todo un sistema fanático ritualista que tiene raíces en distintos pilares del sistema.
"True Detective" sigue interesada en retratar a la América más tradicional como una sociedad individualista y paranoide. En la primera temporada Pizzolato cargaba de lleno contra el puritanismo y la estructura eclesiástica. Ahora el hilo conductor parece seguir siendo la esquizofrenia, pero enfocada hacia algún tipo de culto desconocido. El camino por recorrer todavía es largo, y de momento el showrunner no parece casarse con ninguna idea. Mantiene la confusión, y promueve la desconfiada entre los personajes. Pero también sirve en bandeja de plata un caso Cluedo.
Woodard cierra el episodio cargando lo que parece ser un cuerpo, sin embargo resulta demasiado evidente como para ser la respuesta a nada. Todo apunta a que servirá de distracción durante el capítulo de la próxima semana, mientras los ojos de Wayne siguen posándose en cada pista y cada sospechoso, y los nuestros se posan sobre él. Y es que quizás su perdida de memoria no sea solo una decisión caprichosa del director. Quizás las alucinaciones en este caso sí respondan a la verdad correcta.
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