En la era de Trump, de las injusticias manifiestas, y de la reivindicación social, un relato feminista quizás no tenga tanta fuerza en la gran pantalla como hace una o dos décadas. El discurso que hace no demasiados años resultaba inspirador y hasta casi arriesgado, ahora no es más que una voz de un mantra cada vez más extenso. No es de extrañar que ni la Academia ni ninguna otra institución cinéfila haya tenido en consideración para sus premios "Una cuestión de género", la última píldora de justicia social amparada en la reciente efervescencia de los biopics de gran presupuesto.
Mimi Leder, una de las capitanas del panorama televisivo durante los 90, y primeras aprendices de Steven Spielberg en su papel como productor, trae al frente una historia de moralidad de brocha gorda y grandes moralejas. Leder abandona la complejidad y el atrevimiento de "The Leftovers" para sumergirse en la vida de Rose Bader Ginsburg, actual miembro del Tribunal Supremo de justicia norteamericano, y reconocida abogada activista por los derechos de las mujeres. En este caso su gancho con el personaje y la historia a la que pretende ceñirse Leder, es Daniel Stiepleman, sobrino de la propia jueza y novato en lides de escritura cinematográfica.
Su libreto delata tanto su origen como su experiencia. "Una cuestión de género" tiene el porte y la presencia de una producción propia de la irreverencia social a la que se ha aficionado la Academia en los últimos años, pero se muestra increíblemente contenida y conformista en cuanto a relato. Stiepleman pasa la historia de su abuela por la trituradora en varias ocasiones para entregar un guion poco novedoso y carente de ambición, que se contenta con exponer temas y situaciones sin construir un mensaje general de gran calado. Algo que resulta sorprendente cuando se echa un vistazo a la disposición de unas fichas colocadas claramente para aspirar al mayor galardón del año.
Como cualquier biopic, este comienza sus pasos durante los inicios de la protagonista. No en su propia vida, sino en su carrera profesional –al fin y al cabo es lo que interesa-. La trama nos suelta directamente en el primer año de carrera de Kiki en la prestigiosa universidad de Harvard. Años 50, una mujer irrumpe en un mundo tan marcadamente heternormativo como es el de la abogacía. El guion sabe sacar provecho de estos caramelos proponiendo situaciones ciertamente incómodas que logran con notable efectismo conectarnos con la joven. Se establece una dinámica teen ruidosa pero elegante que hace bailar a la trama con bastante soltura. Pero entonces llega la elipsis.
La mirada al pasado de Leder no tarda en revelarse como un simple procedimiento obligado para poner en contexto el verdadero interés de la película; la lucha por los derechos legales de la mujer. Con la enfermedad de su marido Martin, aparece un punto de inflexión que interrumpe el ritmo de los primeros compases, y mueve la trama hasta los años 70 con poca o ninguna transición. Kiki, como madre de familia y mujer inconformista, queda relegada a un segundo plano en favor del núcleo narrativo principal: el caso de un hombre encargado del cuidado de su madre que ha sido discriminado por una ley escrita desde la misoginia del heteropatriarcado de la época.
Hay un cisma evidente de estilo y forma cuando la cinta se pone la toga y comienza a tratar la materia judicial en sí misma. El lenguaje sencillo de base dramática deja paso a una retahíla de conceptos técnicos que requieren de un gran esfuerzo por parte del espectador para no perderse. El ritmo se mantiene, e incluso gana velocidad, pero la aparición de determinados personajes importantes para la resolución del caso, y los avances que la propia Kiki hace en este, se sienten desperdiciados por la complejidad de la exposición. Lo que en un principio parecía una historia dirigida a la gran masa, de repente se convierte en un producto de nicho enfocado solo al interesado en el tema.
Por suerte, Stiepleman vuelve a mostrar cara naíf en el último tercio de la cinta. El batiburrillo de relaciones semánticas y deducciones técnicas queda resumido en las ideas suficientes para reengancharse en la recta final; el tramo donde la tensión dramática comienza a escalar, y "Una cuestión de género" comienza a parecerse a otras tantas –demasiadas- películas del mismo tono. El interés mantenido por intentar desenredar todos esos complejos significados, se evapora al encontrarnos con un desenlace previsible prefabricado para cerrar toda la película con un lazo rosa.
Ni Felicity Jones –solemne y correcta durante toda la historia-, ni Armie Hammer –recién llegado de la Italia de l’amore-, consiguen brillar en el punto que debería ser más propicio para ello. Las estrellas se pasan las dos horas de metraje intentando librarse del corsé en el que les mete el guion, pero no terminan de superar la nota del pentagrama que les marca. ¿Son malas actuaciones? No, pero tampoco memorables como cabría esperar de sus talentos interpretativos. Y eso es algo trasladable a toda la película.
La película siente como una oportunidad perdida. Mientras la Academia pone los ojos sobre "RGB" –el documental nominado al Oscar basado en la misma historia-, la película de Leder se conforma con el ostracismo de críticos y público. Resulta sorprendente la capacidad que tiene el guion de convertir el funcionamiento del sistema judicial norteamericano en una experiencia lúdica, pero toda la fuerza se le va en esa labor. El mensaje reivindicativo por la igualdad de género queda demasiado descafeinado. Se pierde en la fuerza de la figura que representa la jueza, y en la maraña de propuestas con las que comparte intencionalidad pero no resultados.
"Una cuestión de género" es conmovedora, inspiradora, y entretenida. Abusa de los clichés, y resulta demasiado obvia en determinados momentos, pero narra con solvencia una historia que necesita ser contada.
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