He de reconocer que tenía miedo del comienzo que nos iba a otorgar 2016. Terminé 2015 con la sensación de haber jugado grandes títulos, e incluso haberme sorprendido con algún tapado que me entretuvo, e incluso me llegó a conquistar a grandes escalas. A pesar de todo esto, tenía miedo de 2016 porque de los avances mostrados, apenas había títulos que consideraba interesantes. Había comenzado mi andadura en este año con The Witness de Jonathan Blow y su capacidad de enseñanza y deducción no me defraudó en absoluto; Xcom 2 ha sabido mantener mis expectativas sobre una saga fantástica; Camposanto directamente ha hecho una notable brecha en mi miedo por el presente año. Rompiendo tarima y apuntando fuerte al éxito, Firewatch ya me advirtió con su primera aparición que su llegada iba a causar sensaciones internas: me advirtió sin duda que apostaba por una idea concisa, directa, pero muy personal. Sencillamente, y como era de esperar, no me equivoqué.
Primeramente focaliza la toma de decisiones que deberá hacer el jugador, un ejercicio intrascendente pero que nos crea un atrezzo que hará la vez de protagonista secundario. Como parte de la obra, manejamos a Henry, que tras una serie de decisiones encaminada por nosotros, se embarcará en un trabajo como guardabosques en Wyoming, a finales de los años 80. Es precisamente con el trabajo ya otorgado cuando Firewatch descarga todo su arsenal: cada nota —que recuerda en ejecución a Gone Home—, cada toma de decisión o los pequeños detalles en el camino, crean una atmósfera que nos traslada a un lugar creíble donde todo puede ocurrir y convivir. Nos sentimos un alma libre vagando no por un bosque, sino por un encuentro con nuestro verdadero yo, porque el juego sin duda alguna quiere contarnos cómo somos y esto cada jugador lo puede experimentar de manera completamente distinta. La manera que tiene de relatarnos su historia es sencillamente excepcional, llena de conceptos o ideas que pueden llevarnos a encontrar nuestro sentimiento de odio, frustración, curiosidad o en mi caso, tranquilidad, algo que pocas veces he podido experimentar en un videojuego.
Otra de sus grandes apuestas pasa por la comunicación invisible, viable únicamente por un walkie talkie. Esta comunicación invisible se produce entre nuestro protagonista y una personalidad que se encuentra tras una barrera invisible, al otro lado del juego, que responde con el nombre de Delilah. En todo momento mantenemos conversaciones con ella sobre nuestro pasado, nuestro estado de ánimo, debates ante situaciones que ocurren en un preciso instante, y normalmente con la sinceridad por bandera. Delilah actúa como nuestro propio lazarillo en un lugar extraño a la par que inmersivo. Esa personalidad tan lograda, consigue con éxito que al finalizar Firewatch recordemos las conversaciones producidas, las debatamos con nosotros mismos en nuestra cabeza y las apliquemos, en caso de que proceda, a nuestro mundo real y no a un mundo ficticio.
Es fácil caminar a lo largo de su terreno, para sentir que Firewatch es un ejemplo claro de realidad y que sabe convivir con diferentes tipos de personas. Lo que para algunos resulta chocante para otros simplemente es un añadido más en su alma, un pequeño fragmento de su personalidad, ahora bien si nos sumergimos en las acciones más serias, normalmente hará al jugador reflexionar sobre éstas. Se debe decir que resulta digno de alabanza que muchas de estas situaciones serias apenas tengan diálogo, que accionen nuestra capacidad reflexiva a través de objetos, de hechos, que al fin y al cabo nos ayuden a comprender mejor a nuestro personaje o incluso a nosotros mismos. En este punto es donde más merece hacer hincapié para resaltar el triunfo de Firewatch, en su capacidad para conectar directamente con el jugador sin andarse con medias tintas: la realidad es directa, con sorpresas que pueden doler y situaciones que pueden alegrar a uno mismo. Es en su guión donde el juego saca toda la fuerza bruta que posee; lo hace con un bosque metafórico donde conviven todas nuestras virtudes y defectos, nuestros miedos y nuestras alegrías; pone un estandarte que nos ayuda a comprendernos —incluso a comprender a otros seres— al 90%.
Bien es cierto que el juego en sí mismo no es un canto a la originalidad. Bebe del néctar que emanan juegos como The Long Dark o Vanishing of Ethan Carter pero en sus pequeños tintes de innovación encontramos su seña distintiva, la marca que ayuda a diferenciarlo de otros títulos. La toma de decisiones y su manera de interactuar directamente con el escenario, ofrecen variopintas opciones que convergen en todo momento con el escenario que estamos viviendo, que casi podemos decir, estamos palpando. También es de perogrullo destacar el trabajo artístico que tenemos delante: los primeros momentos viendo el bosque amanecer, como se pone la noche o la inminente tormenta que se nos viene encima, se han quedado en mi memoria como un post-it imposible de despegar.
¿En qué triunfa Firewatch entonces? En absolutamente todo. Sale victorioso por su ambientación, continúa con su éxito por lo humano que es, y termina de cosechar las alabanzas de un servidor gracias a sus ingeniosos diálogos entre nosotros mismos y un ente que desconocemos cómo es físicamente.
En Firewatch hay sitio para pequeñas dosis de ficción, pero por encima de todo prevalece el factor humano. Un cielo despejado y unos gráficos preciosos y hechos con un mimo digno de alabanza, no quitan el sopor y la tristeza que podamos sentir en un momento determinado: y eso, como tantas otras cosas, Camposanto lo ha sabido retratar excepcionalmente. Con su final concluye un camino que no deja de ser ficticio, un verano en Wyoming que ha servido para alejarnos del mundanal ruido en el que nos encontramos perdidos día tras día, cual Teseo sin hilo de Ariadna. Firewatch es un recuerdo imborrable, una huella anclada en la memoria de todo aquel jugador que se adentre en su algarabía de sentimientos, un verano en nuestros propios sentimientos.
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