The Legend of Zelda: Breath of the Wild es una de esas obras que, cuando las tenemos en nuestras manos, sentimos que toda la espera ha merecido la pena. Nintendo ha conseguido devolver una de sus franquicias estrella al primer puesto a nivel mundial, y lo ha hecho sin tirar de nostalgia ni recursos históricos. El mayor mérito de Breath of the Wild es el de ser una obra maestra alejada de lo que la franquicia había sido hasta el momento.
Podría pasarme horas y horas hablando de un montón de detalles que hacen de esta aventura de Link uno de los juegos más importantes de la industria moderna del videojuego. Todo en la obra de Nintendo está tremendamente cuidado y, el mundo abierto que pone a nuestra disposición es todo un hervidero de virtudes, siendo uno de los mejores ejemplos de buen diseño de videojuegos que existe a día de hoy. Sin embargo estoy aquí para hablar de las cosas más sutiles, aquellas en las que muchas veces ni siquiera reparamos y que, indudablemente, juegan un papel relevante dentro de la experiencia del jugador.
En esta ocasión son las semillas de Kolog, el peculiar coleccionable introducido en Breath of the Wild, quien acapara mi atención, no solo por lo que son sino por lo que suponen a nivel de diseño. Pero vayamos por pasos, ¿qué son las semillas de Kolog? Estos objetos, a pesar de que se usan para aumentar la capacidad del inventario, son básicamente coleccionables que Link puede acaparar de forma compulsiva a lo largo de su aventura. Hay un total de 900 repartidos a lo largo y ancho de Hyrule, y podemos ir a por ellos u obviarlos completamente, eso es cosa nuestra.
La gracia de estas semillas es que no se encuentran tiradas en el suelo o escondidas tras algún elemento del mapeado, sino que se nos dan como recompensa a determinados puzles "naturales", muy simples en su mecánica pero ocultos en medio del entorno. Por poner algún ejemplo, en ocasiones debemos hacer rodar una piedra y colarla entre dos árboles, o simplemente saltar al agua y caer dentro de un círculo de nenúfares.
Y es precisamente este hecho, el de que el coleccionable nos obligue a interactuar con el entorno, el que marca la pauta y supone una brutal decisión a nivel de diseño. Habría sido mucho más simple para desarrollador y jugador dejar las semillas tiradas en el suelo si el objetivo del coleccionable fuera simplemente ese, el de coleccionar. Pero las semillas de Kolog tienen un fin más allá. Son un elemento importante que, sin decir una sola palabra, es capaz de gritarnos que somos libres. Que el límite en Breath of the Wild es, básicamente, nuestra imaginación.
Desde el momento en el que el título salió al mercado todos hemos alucinado con cómo los usuarios se las han apañado para superar los diferentes retos que el videojuego propone haciendo un uso muy variado de las habilidades que cada uno tiene a su alcance. Hemos descubierto, sorprendidos, que aquellos puzles que parecían tener una única solución, en realidad eran un coladero que podía sobrepasarse desde un montón de perspectivas. Pero esto no nos lo ha enseñado YouTube, esto nos lo han enseñado las semillas de Kolog.
El inocente coleccionable de Breath of the Wild juega un papel más drástico de lo que a priori parece y nos relaciona con el entorno. No se molesta en darnos tutoriales ni habilidades ocultas; nos dice a la cara que el mundo que vemos a nuestro alrededor es un parque dispuesto a reaccionar ante nuestras acciones. Las habilidades responden de forma insólita en todas las situaciones y de esta forma Link pasa de ser una marioneta a un elemento activo. No estamos limitados por el entorno, somos nosotros los que damos forma a este. El mundo de Breath of the Wild no está creado para contenernos dentro de él, está modelado para permitirnos jugar con él. Lo que nos rodea es el verdadero juguete en la aventura.
En este sentido, las semillas de Kolog resultan ser uno de los coleccionables más fructíferos que recuerde en un videojuego. No solo nos obligan a hacer algo más que explorar, sino que nos presentan uno de los pilares del juego, como es la libertad a la hora de interactuar con el entorno que nos rodea. Es cierto que a la larga, 900 semillas resultan excesivas y lo más probable es que terminemos por aborrecerlas y dejar la mitad (siendo optimistas) sin recoger; pero, al igual que Leonard Nimoy en la mítica escena de The Simpsons, su misión aquí ha terminado.
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