¿Cómo es posible que en un universo tan cruel y despiadado tenga espacio un niño con una bondad tan pura y naif? “Dororo” ha ido tejiendo con el paso de las semanas un retrato crudo y descarnado de naturaleza humana. La muerte y la tiranía campan por sus anchas en un periodo Sengoku (戦国) que no alcanza a ver la esperanza en el horizonte. Para resolver esa diatriba Tezuka proponía dos posiciones dispares pero encontradas; la rebeldía y oposición mediante la venganza, y la aceptación sustentada en la bondad y el ascetismo budista. O al menos eso parecía, porque el anime todavía seguía guardándose un recurso bajo la manga capaz de repercutir incluso con más fuerza sobre los personajes que la pérdida amorosa de Hyakkimaru.
Para que cualquier relación funcione, lo ideal pasa por depurar todo lo posible las falsas verdades, y exponer sobre una mesa las debilidades del contrario. MAPPA había dibujado y redibujado las motivaciones intrínsecas de la marioneta, pero seguía sin diseccionar a su acompañante; un joven de sonrisa alegre que parecía siempre salir ileso de todo conflicto y tragedia. Sin embargo, el episodio 9 acaba con la falsa abriéndole en canal con una exposición tan dolorosa como cabría esperar en este anime. “La historia de la misericordia” dibuja el drama interno de Dororo desde dentro.
Si decenas de muertes no habían conseguido romperle –ni siquiera la más cercana a él- la única manera de traspasar su muro era haciéndole perder la cordura. Furuhashi emplea un truco barato pero increíblemente sencillo; Dororo cae en una intensa enfermedad que le hace delirar a causa de la fiebre, y voi là, ya tenemos un puente directo a sus recuerdos. Los estrechos lazos entre el niño y Hyakkimaru salen a reducir poco antes de que el anime vuelva a perder el color propio de los flashbacks, para quedarse solo de nuevo con el rojo, esta vez floral.
Aunque la presentación está muy condensada, y los personajes van y vienen presentándose con una frase, o directamente sin mediar palabra, MAPPA logra exponer la premisa con una asombrosa claridad. Ojiya es amable, tierna y comprensible, es la carcasa externa del actual de Dororo. Hibukuro es rudo, orgulloso, y carismático, todo lo que análogamente ahora él ve en Hyakkimaru. Los padres de Dororo conforman su persona, desde dentro hacia fuera, creando capas en torno a un núcleo increíblemente dolorido. Pero ¿por qué?
Nació rodeado de muerte y sufrimiento, pero sus padres siempre le protegieron. Ahora bien, en este universo palidece tanto el que enfrenta sus problemas, como el que rehuye de ellos. Hibukuro era el líder de un grupo de bandidos, una figura que con facilidad podría haber caído en la perversión propia del egoísmo campante en este universo. Sin embargo Hibukuro tenía un carácter compasivo que le impedía abrazar el mal absoluto; cometían pillajes, sí, pero solo hacia aquellos que los merecían. Entre sus filas solo había granjeros que habían terminado a su lado atraídos por ese matiz casi imperceptible de bondad. A Dororo le marcó fuertemente.
No obstante, en un país en guerra no importa si los actos siguen un bien platónico, o si se atienen al utilitarismo, el resultado es el mismo. El hedonismo rige, y configura una pirámide social jerarquizada según la inteligencia y el egoísmo. Alguien que se preocupa por los demás, ya sea sus compañeros, o ya sea su familia, no tiene cabida. Y Hibukuro tenía ambas. Itachi es presentado como un escéptico, pero en realidad sirve de adalid de la muerte. Su discrepancia con el líder parece una agresión, pero en realidad no es más que la materialización de la filosofía reinante. Por eso Hibukuro sucumbe, y por eso Dororo aprende que solo con fuerza no se puede vivir, no al menos para proteger a los demás.
De la traición y asesinato de su padre aprende las reglas más básicas para la supervivencia, pero es entonces cuando entra en acción Ojiya. Esta le enseña que la compasión sí es buena compañera, si se sabe canalizar hacia aquellos que la merecen. Su sacrificio endurece el corazón de Dororo, pero al mismo tiempo configura lo que será su futura capacidad para proteger a los demás a costa de su propio bienestar. Sus padres conforman la dualidad que le caracteriza en la actualidad; una impasibilidad etérea que esconde un alma en llamas.
No hablaba de ello no porque sintiera rencor u odio, sino porque todavía emana dolor de ese pasado. Y la culpable no es otra cosa que la guerra. El manjushage, la bella flor perlada del desierto (曼珠沙華) es la simbolización de toda la tragedia que los conflictos bélicos han traído al país. Un lirio rojo capaz de absorber la sangre derramada, y recordarle a la tierra la herencia que el ser humano está dejando sobre ella. Por suerte para Dororo y Hyakkimaru solo están de paso. Su meta está mucho más abajo, y el camino promete turbulencias.
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