Mi madre también juega a videojuegos
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Ramón Baylos

Mi madre también juega a videojuegos

De tal palo tal astilla; desde Sabre Wulf hasta Valorant y desde la más absoluta nada hasta las líneas de este mismo texto

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Podría decirse que las palabras ya escuchadas hasta la saciedad ''crecí junto a los videojuegos'' cobran un sentido especial en mi caso; sobre todo, porque los difusos recuerdos que tengo sobre mi primer contacto con este medio se remontan a aquella etapa en la que el cerebro humano comienza dar sus primeros golpetazos de autoconsciencia.

Un periodo temporal en el que este deja de ser una masa de plastilina que aún no sabe qué forma adoptar para empezar a perfilar aquello a lo que llegará a ser: la primera vez que jugué a un videojuego tenía tan solo 3 añitos. Eso sí, la mano que me tendió un mando para probar sus botones no fue la de un primo o un hermano mayor, sino la de mi madre.

Mi madre también juega a videojuegos, y aquel con el que me incitó a entrar en un mundo que aún consigue volarme la cabeza no fue otro que el primer Crash Bandicoot de la PlayStation original. La toma de contacto se irguió sobre lo que todos podemos esperar de una mente infantil que aún no sabe distinguir muy bien entre lo que es real y lo que no: una primera mezcla desproporcionada de sorpresa y alegría que se convirtió en terror pocos instantes después al ver como aquel simpático animalito se despeñaba sin piedad por el primer foso que se cruzaba en su camino.

Crash Bandicoot videojuegos

Sin embargo, los azarosos trompicones que fue dando el destino para colocarme justo en aquel momento, sentado en aquella misma silla y con aquel mando entre las manos tuvieron que hilar varias estrategias previas. Y una de las primeras de ellas se remontan al pequeño tiempo de ocio que mi padre y mi madre compartían delante de un ZX Sepctrum intentando que los cuatro spraits apegotonados que conformaban al protagonista de Sabre Wulf lograse salir con vida de sus laberínticos niveles.

Los saltos que mis padres fueron dando desde entonces entre las distintas consolas que iban viendo la luz estuvieron sumergidos en una de esas ideologías que están intentando asentarse ahora, pero que ellos conocían bien hace cuatro décadas de años: lo importante es disfrutar de los videojuegos, independientemente de la plataforma que utilices.

Pero el baile con el que tuvieron que lidiar esos primeros años en los que las consolas de sobremesa comenzaron a convertirse en algo mainstream no impidió que, a pesar de haber tenido una NES, una SEGA Game Gear y una SEGA Master System, mi madre disfrutara más con estas dos últimas; llevándome a esa afirmación que me resulta tan natural al haber crecido con ella en alguna parte de mis genes y, al mismo tiempo, con el impacto de sentir lo asombroso que es que se me hinche el pecho de orgullo al pensar: realmente, mi madre era seguera.

De hecho, la SEGA Master System que habéis podido ver en las dos últimas imágenes es uno de los tesoros que guardo con más entusiasmo (debajo de todo ese polvo que sé que algún día tendré que limpiar) en un lugar privilegiado de mi estantería.

Principalmente porque, además de ser un símbolo de algo que ya se estaba cociendo en mi familia años antes de que mi persona formara siquiera parte de un plan, representa un camino de lecciones con las que mi madre, sin tenerlo presente de forma consciente, logró sentar las bases del lugar en el que hoy me encuenctro; uno en el que he podido sentarme después de llevar 23 años haciendo un uso sano de los videojuegos, aún cuando estos han formado siempre una parte integral de mi vida.

Los videojuegos pueden crear lazos, pero no deben destruirlos

La primera de estas enseñanzas vino cuando mi madre decidió esconder la dichosa Master System al contemplar una de esas disputas sin sentido que se tienen entre hermanos, de aquellas en las que no compartir el mando cuando toca lleva a los dos integrantes del conflicto a uno de esos dramones en los que el pequeño (yo) acaba llorando de frustración y el mayor (mi hermano) hastiado de tanta lágrima teatrera.

Mi madre entendió, al contemplar ese espectáculo de berridos descontrolados y manotazos bien merecidos que iban y venían desde ambos integrantes de la pelea, que los videojuegos han de crear lazos entre la gente y no han de ser motivo de encontronazos innecesarios, porque en la vida ya hay muchos de estos como para tener que encontrárnoslos también, precisamente, en una máquina que nos permite abrir puertas a otras realidades. De ahí que mi madre tomara esa sabia decisión: la consola a la parte más recóndita de lo alto de un armario y a otra cosa.

Sonic videojuegos

Los videojuegos han de ser compañeros, no sustitutos

Muchos de vosotros podrá imaginarme vestido con pieles de animales, con la espalda encorvada y con una piedra afilada atada a un palo ante la prehistórica confesión de que el viajecito del fin de semana al videoclub era una de las actividades que más disfrutaba de pequeño. Casi todos los viernes ocurría el mismo ritual: una vez acababa lo que, por aquel entonces, para mí era la insufrible travesía numérica de jeroglíficos y mensajes alienígenas que suponían los deberes de matemáticas, acudíamos a nuestro establecimiento de confianza para alquilar uno o dos videojuegos.

No obstante, hubo una de esas ocasiones que recuerdo con especial cariño ya no solo por el juego que pretendía alquilar (el cual era el mítico War of the Monsters de PS2 y que, aún a día de hoy, logra hipnotizarme con la misma fuerza), sino por la situación tan extravagante con la que nos encontramos al sentir el contraste entre el extenuante calor de agosto y el excesivamente frío aire acondicionado que se notaba al entrar a través de las puertas automáticas de la tienda.

War of the monsters videojuegos

La cosa es que, al pasar a la zona de videojuegos, nos topamos con otro chaval que estaba esperando para poder alquilar uno de esos nuevos lanzamientos que siempre estaban colocados bajo esa odiosa etiqueta amarilla de ''alquilado'' que, de llevar tanto tiempo pegada sobre la carátula del juego, parecía haberse fusionado con el diseño de esta. Un suceso que habría sido de lo más normal, teniendo en cuenta la buena afluencia de gente que entraba y salía de un videoclub en aquella época, de no ser porque aquel chico nos comentó que llevaba más de cinco horas allí sentado.

No me preguntéis cómo, pero los siguientes sucesos derivaron en una dramática actuación en la que aquel chaval estaba arrodillado delante de mi madre suplicándola para que me dejara jugar por internet activando esa primigenia funcionalidad online que PS2 ya estrenó hace un buen puñado de años. Y, como no podía ser de otra manera al ver aquella estampa, mi madre negó educadamente con la cabeza, alquilamos nuestro juego y nos marchamos de allí con la velocidad suficiente como para que las insistencias de aquel chico se fueran desvaneciendo conforme más distancia había entre nosotros y el videoclub.

Videoclub videojuegos

Ahora me doy cuenta de algo que mi madre entendió perfectamente: los videojuegos no han de ser algo por lo que un chaval de 10 años interrumpa rutina, su funcionamiento cotidiano y se olvide de que existen muchas cosas más allá de la obsesión por jugar. De ahí se desprende la segunda gran enseñanza que me llevé aquel día conmigo: los videojuegos no han de ser un sustituto de la vida, sino un compañero que camine junto a nosotros siendo conscientes de que no es lo único que nos debe importar.

Videojuegos y empoderamiento adolescente

La tercera lección clave que conservo aún a día de hoy en mi cabeza y que, probablemente es una de las que considero más importantes, nació a raíz de un suceso bastante concreto: el horror que mi madre sintió al ver cómo mi yo de 11 años le instaba entre risas a que mirase lo increíble que era GTA: San Andreas. Al primer chorretón de sangre que surgía de aquel muñeco cuando le volé la cabeza con un rifle francotirador, la sentencia pasó a ser clara: tenía prohíbido jugarlo.

Obviamente, cuando uno tiene 11 años y está a las picarescas puertas de la adolescencia ya conserva suficiente masa gris como para ingeniar una solución efectiva ante ese obstáculo que se le presenta delante; cosa que en mi caso pasaba por jugarlo a escondidas con el volumen de la televisión muy bajito; con un ojo mirando a la pantalla y con el otro vigilando el área más periférica de mi vista para prevenir cualquier posible reprimenda. Y, precisamente, de esto último comencé a sacar mis inocentes primeras conclusiones sobre lo que suponía crecer: si quería algo en concreto, me lo iba a tener que currar.

GTA: San Andreas videojuegos

Desde Sabre Wulf hasta Valorant

A veces es curioso como el propio cosmos, en un alarde de que el azar es mucho más sabio de lo que parece a simple vista, teje sus hilos para confeccionar un efecto mariposa que establece un puente claro entre pasado y presente. En mi caso, no tengo miedo a asegurar que me encuentro aquí, justo en el momento presente tras haber jugado un par de partidas a Valorant, gracias a esos primeros golpeteos que mis padres propinaron al teclado del Spectrum con Sabre Wulf y que mi madre continuó años más tarde para inculcarme, quizás sin saberlo, la que sería la pasión más grande de mi vida.

A día de hoy, ella sigue jugando; sobre todo a títulos de la franquicia de LEGO o a los remakes de las trilogías originales de Crash y Spyro, lo cual nos lleva a mantener una interacción que se repite más de lo que me gustaría: mis frustradas insistencias de que pruebe otro tipo de videojuegos que podrían gustarle se desvanecen ante la inquebrantable barrera que ella planta a través de sus respuestas negativas; porque no necesita más de los que ahora mismo tiene.

Lego bien

Aún así, cada vez que me la encuentro frente a la consola surge en alguna parte de mi corazón una sensación de cotidianidad que no podría ser más mágica; algo que hace que que me sienta cada vez más agradecido por esa primera vez que puso ese mando de PlayStation 1 entre mis diminutas manos.

En conclusión, todo esto me lleva a una certeza que cada vez me parece más verdadera: el día de la madre es un día que hay que celebrar. Porque todos tenemos a una figura en nuestras vidas con la que estaremos agradecidos por algo, sea una madre, un padre, un hermano o simplemente un amigo que estuvo allí en el momento oportuno y con el que más nos vale demostrarle nuestro afecto dándole un enorme abrazo cuando terminen los tiempos de confinamiento. Por mi parte terminaré estas líneas escribiendo dos de esas palabras que siento que debería decirle a mi madre más a menudo: ''Gracias, mamá''.

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Crecí rodeado de naturaleza y campos de trigo, pero con la cabeza llena de historias sobre dragones y planetas lejanos. Después me hice psicólogo para poder fascinarme con las historias de los demás.

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