Curioseando en el noticiario diario no he podido resistir fijarme en el enésimo premio que acapara Uncharted 4 como juego del año. La propuesta, alimentada por la tensión de los retrasos con resultado satisfactorio tras los desaguisados temporales, recaló en ese segmento de jugadores poseedores de una PlayStation 4. Particularmente me esperé a una bajada de precio para adquirir el juego, y mi experiencia estuvo orquestada por varias sensaciones antagónicas cuyos claroscuros no hacían más que plantearme la continuidad de la aventura. Nathan era consciente de mi relativo descontento; su mirada transmitía visceralmente el lamento de un producto programado sin autoconsciencia pero puntillosamente diseñado. Y entonces comprendí la magnificencia del juego.
Naughty Dog es la empresa deudora de la progresión artística por excelencia. Desde los clásicos cuadros representativos de los desafueros sociales y las intentonas revolucionarias trazadas gracias a la silente maestría del pincel hasta la sucesión de imágenes en pantallas descomunales que siguen ofreciendo entretenimiento y concienciación por partes iguales, los videojuegos acogen un modelo artístico evolucionado y adaptado al siglo XXI.
No se caracterizan por la emancipación anímica del los artistas, aunque algunos diseñadores proyectan en nuestras consolas sus más internos padecimientos. Tampoco tenemos por qué encontrar la resolutiva pugna de los temores subjetivos de ningún programador; ni la afanosa tentativa revolucionaria que obedezca al despliegue de un cambio social; ni la redención de un penitente. Encontramos en los videojuegos el propio concepto de la multidimensionalidad artística, marcada por la tendencia idiosincrásica de cada casa. No falta, desde luego, la exploración tangencial de sus vastos mundos rubricada por Bethesda, así como tampoco la -personalmente- desacreditada destreza de Ubisoft ante la transmisión didáctica en Assassin´s Creed. Ni, por supuesto, el toque divino del realismo gráfico que Naughty Dog plasmó en Uncharted 4.
Si por algo entiendo la saturación de premios en la cuarta entrega numérica de Nathan Drake es precisamente por esgrimir milimétricamente un realismo inaudito en los videojuegos. No despunta una trama subversiva más allá de la fidelización a sus jugadores. La historia, dotada de la espectacularidad Hollywoodense y de su inherente vacuidad narrativa, ha sabido aprovechar el virtuosismo característico del título, ingenio que lo ha encumbrado entre grandes juegos.
No hablo de las muecas impresas por la metralla en una pared semiderruida, ni de la naturalidad reflejada en el agua, ni de la perfecta física de locomoción presente en los vehículos, no; hablo del amor, el trabajo y la ambición que han volcado en ello. La expresión gráfica del juego no tiene parangón, sus a priori imperceptibles dotes artísticos pasan desapercibidos ante las vaciedades del juego, pero una visión crítica y reflexiva de este aspecto logra convencer y disipar cualquier duda de sobrevaloración.
La tracción de la gravilla que arrastra piedras, la pluralidad de animaciones para una sola acción (como subir al coche), la impregnación de barro congruente con su contacto previo, la sujeción de armas, las modificaciones corporales previas al contacto del agua, o esa contemplativa visión que refleja el paisaje encubierto a través de la mirada de Nathan, conocedor del esplendor que oculta ese pequeño detalle insignificante para sus ojos pero revelador para los nuestros.
Uncharted 4 encuentra la excelencia en el realismo. Cuando mentaba la multidimensionalidad de los videojuegos refería precisamente a la especialización de cada empresa. Es difícil y casi inabarcable programar un producto perfecto en todos sus rasgos, o bien se focaliza en una trama de carácter incognoscible como NieR o, por otro lado, se apuesta por el vértigo aplastante del desenfreno gráfico como en Horizon. Pero, entre esas piezas de aglutinamiento artístico, la labor de nuestro Nathan despunta gracias a las pinceladas preciosistas de su aparente imperceptibilidad realista.
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