"Para que la luz brille de forma intensa, debe estar presente la oscuridad". Esa es la una de las muchas citas que dejó en vida el pintor Francis Bacon, y que siglos más tarde serviría para definir el ejercicio más maduro de la animación japonesa de los últimos años. Es costumbre que un autor o estudio se haga famoso por mantener un estilo y coherencia argumental y visual, pero la llegada a la dirección de Isao Takahaka dejó una mancha en el historial de Studio Ghibli, una mancha que resultó ser increíble y dolorosamente bella.
El renombre de Hayao Miyazaki en la actualidad resulta vacío si se le extirpa el de su compañero y mentor. Takahata siempre ha estado detrás de cada una de las piezas y decisiones del estudio, y sin embargo ha preferido vivir en las sombras a lo largo de todos estos años. No obstante cuando ha aparecido lo ha hecho con una luz deslumbrante, un destello que hizo su debut en "La tumba de las luciérnagas" (Hotaru no Haka), y que desde entonces no ha hecho más que intensificarse.
"El cuento de la princesa Kaguya" es mucho más que el culmen de toda su carrera, y una de las obras más sobresalientes de la animación, es el máximo esplendor de la luz de las pequeñas luciérnagas que alumbraron los corazones de los espectadores allá por 1988. "La tumba de las luciérnagas" es el yang de "Mi vecino Totoro", al igual que Takahata lo es de Miyazaki y del estudio. El color y alegría que caracterizan a Studio Ghibli aquí se vio enriquecido por una obra que nadie esperaba, y que aún a día de hoy sigue escondiendo ciento de curiosidades dispuestas a ser exploradas.
Con 88 minutos y sin la presión de los números en taquilla, Isao Takahata sacó adelante el que fue su primer largometraje como director en Studio Ghibli. "La tumba de las luciérnagas" surgió como una petición de la editorial Shinchaosa, que quería llevar a cabo un proyecto relacionado con la II Guerra Mundial, y estuvo auspiciado por el trabajo de Miyazaki y todo su equipo, que participaron simultáneamente en "Mi vecino Totoro" y esta producción. No obstante no debemos pensar que Takahata contaba con poca experiencia, pues como muchas veces ha reconocido el propio Miyazaki, él fue un maestro para el animador, y ya tenía en su haber otras tres películas fuera de Studio Ghibli.
De esa forma el 16 de abril de 1988 llegó de la mano de "Mi vecino Totoro", la historia de Seita y Setsuko, revolucionando la línea que comenzaba a marcar el estudio en sus inicios. Hablar de "La tumba de las luciérnagas" sin mencionar la obra en la que está basada es complicado. Y es que la novela de 1967 de Akiyuki Nosaka fue el pilar base sobre el que se asentó el largometraje. Hasta ese momento era complicado ver una historia adulta en animación, y aunque Japón era madre y pionera en este arte, el público seguía siendo predominantemente infantil o adolescente. Sin embargo eso no fue impedimento para que llegase a las salas de cine una fotografía cruel y realista sobre uno de los conflictos más traumáticos de la historia reciente.
El fatal destino y vida de los pequeños Seita y Setsuko servía como pretexto para elaborar una crítica nada parcial sobre los desastres que conllevó la II Guerra Mundial a la población de Japón. Ambos niños vivían en la ciudad de Kobe cuando en 1945 Estados Unidos decidió bombardear la isla asesinando a miles de personas, entre ellas su madre. Desde ese momento Takahata nos lleva por un viaje de penurias y desgracias que tristemente no tiene que forzar para que generen sentimientos en el espectador. Esta era la primera vez que Studio Ghibli no tenía que jugar con otros mundos o elementos fantásticos para desarrollar una historia interesante.
A diferencia de sus otros trabajos, en "La tumba de las luciérnagas" no se nos invita a evadirnos o sumergirnos en nuestra infancia, sino arrojarnos la realidad a la cara para que sintamos lo que sintieron aquellos dos niños huérfanos en un momento en el que lo más importante era sobrevivir, y dónde el humanismo quedaba relegado a un segundo plano.
No es extraño que aquí no encontremos un final feliz, o un desenlace que cierre en forma de círculo unas expectativas creadas. La película ya nos transmite con la primera escena que lo importante aquí no es el destino de Seita y Setsuko, sino todo lo que les rodea. Desde un primer momento ya se atisba la incesante muerte de ambos a causa del hambre, pero los restantes 80 minutos Takahata realiza un esfuerzo de simbología y contextualización para llevar a cabo una crítica abierta hacia la sociedad y el gobierno japonés de la época, así como hacia la desgracia del ser humano en su naturaleza más pueril.
Como en la vida real, los niños se verán enfrentados una y otra vez con una situación que apenas les deja respirar. Desde que su madre fallece, su relación se estrecha más de lo que podría caber dentro de la un lazo fraternal. Ni su tía, con la que viven momentáneamente, ni el resto de las personas, les proporcionan ayuda alguna. La desesperación con la que acaban viviendo en una cueva y comiendo alimentos robados de los huertos cercanos supone el peso que se cierne sobre el espectador hasta un desenlace que deja un cierto regusto amargo, pero que consigue conformar la crítica que persigue Takahata con toda la historia.
Uno de los elementos más atractivos del manga y el anime a nivel internacional es el reflejo cultural que hace de la sociedad japonesa. En este caso resulta todavía más interesante observar el conflicto de la II Guerra Mundial desde una óptica contraria a la que estamos acostumbrados los espectadores occidentales. Estados Unidos ha llevado a la gran pantalla cientos de veces las vicisitudes del episodio histórico, abordándolo desde la victoria hasta la derrota, pasando por las consecuencias sociales en su propio país. Pero en "La Tumba de las luciérnagas" se puede comprobar lo que significó la derrota de la guerra para un imperio como el japonés, que venía de décadas de una retórica expansionista.
El conflicto de la II Guerra Mundial supuso no solo la derrota de un estilo de vida, sino el fin de toda una etapa. El Imperio Japonés llevaba imponiendo una visión del mundo que terminó por desmoronarse en 1945, y que terminó por repercutir a sus propios habitantes. La sociedad en la isla se ve como un todo que coopera para logar objetivos, y el individuo está al servicio de del conjunto. Ese egoísmo nacional es lo que Takahata plasma en la soledad de Seita y Setsuko, y que liga a una esperanza que situada más allá de la vida.
No es hasta que la muerte llega a la película cuando atisbamos la luz. Un destello que está representado por las luciérnagas y que se desvincula por completo de la naturaleza del ser humano para fundamentarse en la bondad de dos niños que apenas comprenden lo que está sucediendo a su alrededor. "La tumba de las luciérnagas" deja una tristeza en el corazón y el impulso irrefrenable por ser mejores que nuestros antepasados. Por mejorar como seres humanos y no caer en los mismos errores de forma continuada.
Miyazaki y Studio Ghibli han demostrado que los colores y las líneas de un carbón pueden llevarte a mundos impensables y mostrarte la verdadera belleza de la naturaleza. Takahata demostró que detrás de toda esa luz hay una oscuridad, una penumbra que ilumina el corazón de aquellos que son capaces de ver más allá de sí mismos. De vez en cuando hay que mirar al suelo para ser conscientes de lo alto que están las estrellas.
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