Los videojuegos no se escapan del vilipendio social, como todo engranaje artístico, estos son otro eje del clásico crítico indocumentado que parte de ideas preconcebidas y tristemente aceptadas. No quiero explayarme en la concepción artísticas de los videojuegos, mi compañero Fran ya disertó con precisión este aspecto sentenciando la subjetividad relativa de cada opinión. No obstante, me gustaría desmitificar muchos argumentos que fluyen irremisiblemente por las redes, bares y medios mundiales.
Entremos en ficciones para no avivar el acalorado debate. Imaginemos este titular de prensa: Un joven estudiante descerrajó un cargador de fusil en un instituto madrileño. Seguimos leyendo el cuerpo de la noticia: Sus conocidos arguyen que era un entusiasta del Call of Duty, razón que podría haber motivado su masacre. Los lectores de este medio ficticio se escandalizarían ante las palabras examinadas. Un adolescente ha perpetrado lo inimaginable, y los lectores coléricos contemplan con incredulidad y posterior aceptación, cual axioma social, el desencadenante del crimen: el Call of Duty.
Mi hijo juega a eso, le comenta Paula a su compañera de trabajo. Si es que los videojuegos además de distraer avivan la violencia, puntualiza Manolo en el bar mientras deglute una cerveza absorto en el clásico Madrid-Barça e insultando a Messi su puntual traspié.
¿A quién podemos atribuir la demonización del videojuego "causante" del crimen? Por un lado, muchos medios están albergando la popularizada posverdad, ese abordaje tangencial de los acontecimientos en pos de captar la atención del público y generar adherencia a esa maraña de noticias que protagonizarán portadas durante los días posteriores. Atribuir la causa del fatalismo narrado anteriormente a la exclusividad de un solo factor pone de relieve el reduccionismo que nos impera, la malicia sensacionalista y la deliberada desacreditación del sector.
Si hubieran analizado pormenorizadamente al niño que sacudió el noticiario español comprenderían que este posee el llamado "gen del guerrero", una disposición genética a la agresividad que tampoco determina particularmente su actuación. ¿Entonces la conjunción del gen con el videojuego bélico es el cóctel mortífero que convendría estudiar? Esta pregunta sigue siendo, a la par de relativa, reduccionista. Si analizamos ópticamente el cosmos familiar del adolescente veríamos como su sistema parental está desintegrado: al inminente divorcio de sus padres se la aúna el alcoholismo rampante del padre, su afán por la violencia en contraposición al diálogo, y su arsenal armamentístico ilegal (recordemos que el caso imaginado no es en Estados Unidos, sino el abordaje iría por otro terreno más político).
El niño ha crecido con sollozos e incomprensión. Escuchaba incesantemente las broncas de sus padres que derivaban en una fingida sonrisa de la madre así como en una disposición de -demasiadas- tiritas enmascarando los "golpes accidentales" contra la puerta. Entre tanto, su refugio albergaba la salida no suicida. El santuario adornado con pósteres de God of War, Halo, Call of Duty, Assassin´s Creed y todo tipo de medicinas espirituales conseguían canalizar la rabia contenida contra su padre. Sus interminables partidas al Call of Duty resarcían la brecha social escolar, y la dispersión online eclipsaba su realidad consagrando así una identidad fuerte sabiendo reprimir la irascibilidad creciente.
Hasta que un día se topó de bruces contra una escena demencial. La sentencia dictó a favor de la madre y su vida cobró una luminosidad insospechada. Pero el padre, altivo y haciendo acopio de su prepotencia, no podía permitir la desvinculación de su retoño al que tanto quería (los golpes, gritos y dinamitación moral eran escollos que debía sortear para madurar, justificaba); y en un absurdo intento por recrear la escena de Kratos ensañándose con su mujer e hija, el capitán familiar se despidió del mundo arrastrando a su mujer, a quien tanto quería, claro.
La sonada noticia hizo mella en toda la región, y el ya atribulado niño redobló su suplicio. Martirizado por compañeros, derrengado por periodistas y sometido a la presión vital que había sabido sobrellevar gracias a los videojuegos, abrió la vitrina armamentística de su padre y con una sonrisa sarcástica le prometió silentemente honrar su memoria. Pero claro, la culpa es del Call of Duty.
Evidentemente el groso de las conductas exigen explicaciones multifactoriales. Nunca un solo factor aclarará en determinación la forma de actuar; esa visión simplista se despojó de los modelos teóricos reinantes y dio cabida a la visión holística. Pero no conviene mediáticamente profundizar en las explicaciones, pues eso requiere invertir tiempo y perder la afiliación de los lectores aquiescentes con las falacias impresas. Tampoco le interesa al político arrogarse la mala gestión educativa, el ninguneo hacia el bullying, ni la laxitud judicial en los litigios matrimoniales, mejor culpabilizar a los videojuegos. Ni al padre le corresponde la irresponsabilidad educativa del hijo, su excesiva permisibilidad y sensiblería no son parte del cóctel fatalista, para nada. No hay más ciego que quien no quiere ver.
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