Malas o buenas decisiones, todo ha terminado llevando a un destino final. "Juego de Tronos" tomó un rumbo muy concreto al separarse de los libros en la sexta temporada, y desde entonces ha estado discurriendo por su propia senda con todas las consecuencias. Agujeros de guion, personajes desperdiciados, un ritmo atropellado… Benioff y Weiss se subían al carro de las concesiones con una sola idea en mente; hacer del final un espectáculo capaz de perdurar en la memoria. Y sí, se han tenido que hacer muchos sacrificios -quizás más de los deseables-, pero con el desenlace a la vuelta de la esquina, la serie ha conseguido convertirse en ese clímax desolador prometido. Ahora bien ¿es el final más importante que el camino?
Con solo seis episodios para atar cabos, la única solución posible para contentar a todos pasaba por simplificar y descartar. Algo que ya sucedió hace unas semanas con la trama de los Caminantes Blancos, y algo que se repite de nuevo en el quinto capítulo. Todo lo que venía siendo la ficción desde su primera temporada, el pastiche de conspiraciones y tramas palaciegas, desaparece por completo para dejar paso a la destrucción. La guerra, esa herramienta que la serie siempre había utilizado como último recurso para solucionar sus rencillas, como consecuencia de algo más grande, termina resolviendo lo que un guion lleno de problemas no ha podido. Si el desarrollo de personajes está enredado, y el tiempo corre en contra, la respuesta a todos los problemas está en el fuego.
Esta crítica contienes spoilers
Y las cosas no terminan en precipitarse. Miguel Sapochnick vuelve a ponerse al frente para intentar quitarse el mal sabor de boca que le dejó Invernalia. En esta ocasión cuenta con la luz del día de su parte, y de nuevo, con un guion más centrado en la exposición que en la propia narración. Los diálogos quedan en un segundo plano para potenciar las miradas de los personajes, los planos fijos, y el silencio. Al igual que ya sucedía en "La larga noche", esta semana "Juego de Tronos" vuelve a mostrarse sugerente para dejar al espectador sacar sus propias conclusiones. Peter Dinklage, Emilia Clarke , Kit Harrington… Ninguno menciona palabra, pero lo vuelcan todo en pantalla valiéndose de un melodrama efectista.
Cierto es que el libreto no acompaña, pero la dirección que el cineasta plasma en este episodio es sin duda una de las mejores de toda la serie; por su lectura de las distintas escenas, su habilidad para manejar los tempos, y por toda la simbología con la que impregna cada plano. Desde la oscuridad y vileza de la muerte de Varys, hasta el fuego que siempre protege la espalda de Daenerys en su camino hacia la locura. Sapochnick logra que las imágenes hablen por sí mismas deslizándolo todo por una dinámica fluida que favorece el espectáculo en gestación. En ese sentido, esta semana "Juego de Tronos" es más que nunca un blockbuster palomitero abierto al disfrute transversal.
“No sé aún de dónde ha caído la moneda, pero sí de donde ha caído la vuestra”. Las palabras que la Araña le profiere a Jon son toda una carta de intenciones. Un cebo para que el espectador corrobore sus teorías sin percatarse de que está completamente equivocado. Porque aunque Varys perezca de la forma más lamentable, recibiendo lo mismo que ha regalado él en pos de proteger el reino, la lógica es lo último a lo que han recurrido Benioff y Weiss para empacarlo todo. Si fue Arya y no Jon quien acabó con El Rey de la Noche, no fue porque lo mereciese, o porque tuviera coherencia con el desarrollo de la serie, fue porque simplemente sorprendería.
Desde esa premisa, el quinto episodio es un cúmulo de decisiones inesperadas, pero completamente desesperadas. Claro que en la forma HBO despliega uno de los espectáculos visuales más impactantes de la historia de la televisión, y claro que consigue los aplausos, pero en el fondo todo se hunde bajo el terror de Drogon. Lo que para muchos sería la perdición de Daenerys, se acaba convirtiendo en la única respuesta a todo; a la posible teoría del Valonqaar, al destino de Jaime, al de Euron, al de la Compañía Dorada, y a todo lo que necesitaba un poco de luz. La salida más fácil al callejón sin salida ha terminado consistiendo en eliminar directamente las preguntas con lucecitas y explosiones.
La hija del Rey Loco por supuesto que termina siguiendo los pasos de su padre, y aunque la ciudad se rinde, decide arrasarlo todo con su dragón. En ese momento Sapochnick toma un camino de no retorno que echa abajo el florecimiento del plan último de Varys y la incursión de Arya en la Fortaleza Roja. Precisamente las dos subtramas a las que se agarraba la serie para no quedar reducida a un simple clímax de acción sin trasfondo. Ni teoría del Valonqaar, ni traición de Jaime, ni profecías extrañas. Todo les da igual a unos showrunners preocupados solo por dibujar un espectáculo de digestión fácil.
La situación llega a un punto de banalización tal, que incluso las muertes dejan de tener sentido. Varys, Euron, El Perro y La Montaña, Jaime y Cersei, todos perecen apresuradamente en un despropósito que echa por tierra no solo el trabajo de George R.R. Martin, sino también el propio realizado desde el equipo de producción durante siete temporadas. ¿Para qué construir un gran edificio si luego vas a soltar una bomba sobre él? Benioff y Weiss traicionan al espectador, y se sabotean a sí mismos obsesionados por alcanzar un final sorprendente. Aunque moleste, aunque vaya en contra de toda lógica. "Juego de Tronos" dice adiós renegando de su propio espíritu, y sí, manchando la imagen de prestigio que había sustentado su conversión en fenómeno social.
¿Y ahora qué? Con el reparto convertido en cenizas, y Daenerys instituida como la gran villana de la serie, el destino de Poniente queda en manos o bien de Jon -despertado de su estúpido letargo amoroso-, o bien Arya –despojada de todo heroísmo por conveniencia del guion-. ¿O quizás la respuesta llegue desde el norte? Puede que solo Sansa sea capaz de poner un poco de orden a todo este sinsentido. Si llega a tiempo para que a alguien le siga importando.
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