"Si sale ¿se acordará de mí? ¿Sabrá que la entregué?". El sacrificio demanda respuestas. Esas que un régimen autoritario y tirano no ha querido ceder a la mano de obra con la que sustentaba su reino del terror. La tercera temporada de "The Handmaid's Tale" nace con las pretensiones que el último episodio dejó en el aire. Con una madre que baila entre el dulzor del bienestar de una de sus hijas, y el miedo perpetuo de otra cada vez más enredada en la propaganda del sistema. Pero June no se rinde, nunca lo ha hecho, y por supuesto, ahora que todo comienza a explotar, no lo hará.
Bien es cierto que esta secuela nacía con la promesa de ser un clímax perpetuo sobre el interludio infinito que supusieron las dos anteriores temporadas, pero Bruce Miller no parece demostrar ningún tipo de celeridad. La serie retoma su curso alargando un poco más las tramas del pasado, mientras sigue buscando asentar la opresión incómoda de unos personajes cada vez más hastiados. Ese es quizás el punto de inflexión al que se enfrenta ahora el universo de Margaret Artwood. Aunque la libertaria interpretada por Elizabeth Moss nada en la misma piscina de incertidumbre, ahora sus enemigos también oscilan frente al precipicio.
La sublevación de Serena en los últimos episodios y la respuesta implacable del régimen sobre ella y sus compañeras marcó una deriva de la que la ficción ni puede ni quiere recuperarse. La ideología y el aparato opresor que ha instaurado el sistema ahora se enfrenta a una respuesta natural de aquellos a los que ha oprimido. ¿Cuál es el problema? Que no solo las Criadas han tenido que vender sus almas. Las Marthas siempre sirvieron de cómplices silenciosas de aquellas que querían respirar, mientras las mujeres de los comandantes bebían hipocresía hasta quedar indigestas. Sin embargo, como toda maquinaria forzada, Gillead comienza a resquebrajarse.
El reclamo publicitario de "The Handmaid's Tale" siempre fue la rebelión de las Criadas, pero poco a poco ha ido subvirtiendo sus eslóganes de camino a una resolución abierta a todo tipo de sorpresas. Claro que June continúa forjando su oposición al régimen, ahora decidida a rescatar a Agnes (Hannah), y claro que el Comandante Lawrence comienza a ocupar su puesto de topo del sistema, pero Miller quiere convertir el país en un polvorín, y está comenzando a sumar enemigos por todas partes. De ahí la confusión de un Fred que ya no distingue entre la mujer con la que se casó, y esa idealista renacida del mismo proyectó que la bañó en despotismo.
Esa es la sensación que transmiten las miradas, los planos, y el ritmo. No se ha producido el in crescendo propio de un desenlace, pero sí se han empezado a asentar las bases del enfrentamiento final. "He hecho lo mejor para mí hija". Serena, con una mano amputada, y sin su hija en brazos, desmonta la farsa en la que ha vivido durante años. Sigue sin existir la impunidad en esa autoarquía, pero a medida que se va desmontando el heteropatriarcado, las mujeres van dibujando una figura de esperanza imposible de condenar. Y es que, aunque el caos es generalizado, son siempre ellas las que ocupan la figura de justicia, las que intercambian pareceres, y las que buscan cocinar un mundo mejor para sus hijos.
Miller abandona progresivamente el desequilibrio intencionado de fuerzas, para abrazar un maniqueísmo manifiesto y óptimo previo a la guerra; mujeres contra hombres. Esa dicotomía abre las puertas a que Criadas, Marthas, y Señoras unan fuerzas materiales e inmateriales independientemente de su posición en el régimen. Cuando June se interna en la casa de los McKenzie en busca de su hija, no recibe una patada. El lenguaje ha cambiado gracias al interés común por salvar el país del descenso de natalidad. Pero no desde la óptica tecnócrata que enherbolaban los fundadores de Gillead, sino desde una posición más emotiva y humana.
"Si la quieres, tienes que parar". La negativa de la Señora Mackenzie no nace de la opresión sistémica a la que había empujado la ideología. Hay un entendimiento surgido de la propia pertenencia de género. Una distinción que "The Handmaid's Tale" ha forzado durante dos temporadas para terminar convirtiéndola en bandos materialmente definidos por costumbres e intereses. June se va percatando poco a poco de que no tiene que ejercer de "Pasionaria" para explotar el sistema. El cambio de paradigma ya ha comenzado a crecer por sí mismo. Dentro y fuera de las casas, filtrándose por esa jerarquía estamental sustentada en el clasismo y el machismo.
Pero el descalabro no cesa. La casa de los Waterford explota en dinamita cuando Serena decide acabar con el símbolo de opresión que la ha llevado hasta la depresión más indómita. Miller sabe que la cama es casualmente el icono que también simboliza el fratricidio y la traición que los gobernantes han propiciado sobre los disidentes con sus intereses. Y lo aprovecha, claro que lo aprovecha. No solo nadando en un extenso y delicado plano secuencia con June elevando sutilmente sus mejillas, sino también con uno de los festivales de emoción más catárticos de toda la serie.
Las miradas, la belleza de los planos, el contraste entre la ira del fuego y el gris del escenario. Todo ello retrata una carta abierta de intenciones con la que la serie pretende despegar definitivamente de cara a su desenlace. "Jesucristo nuestro señor descenderá de los cielos con sus poderosos ángeles entre llamas de fuego, para cobrarse venganza". Aquello que dio origen al reino del terror, será lo que limpie de maldad el país, y devuelva la cordura a tanto sinsentido. Es momento de quemar el sistema de arriba a abajo. "Arde, hijo de puta, arde".
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