Hace unos meses llegó a las salas de cine "Mary y la flor de bruja", cinta que nacía de Hiromasa Yonebayashi y la promesa de legar el espíritu Studio Ghibli en un nuevo molde. El resultado de aquel experimento olía a Miyazaki, pero se perdía en lo narrativo persiguiendo sombras que no terminaba de comprender. "Okko, el hostal y sus fantasmas" nace con la misma pretensión y se enfanga en las mismas vicisitudes. Y es que a pesar de su aspecto kawaii, y de su premisa rodeada de ese espiritualismo tan propio del estudio de Totoro, la adaptación de la famosa novela nipona de Hiroko Reijou no termina de florecer como debería.
Y no será por los nombres que han gestado su nacimiento. Kitarou Kousaka, responsable de animación de algunas de las películas más famosas de Ghibli –"Ponyo en el acantilado", "El viaje de Chihiro", "El castillo ambulante"- y de otras joyas de la historia de la industria como "Akira" o "Metrópolis", se graba sobre la piel el sello de calidad que suele portar Madhouse, para buscar un estilo artístico y narrativo propio. Algo que en cierta forma consigue con un acabado que no lucha por encontrar referentes en otras obras, y cuya calidez atrapa desde el primer instante.
El problema no es tanto la animación –algo más conservadora de lo que cabría esperar para un estudio de este nivel– , sino del prisma desde el que está confeccionado el guion. Reiko Yoshida, una de las escritoras más talentosas del panorama actual, se enreda en un peliagudo esquema episódico que responde bien ante el perfume slice-of-life de la historia, pero que no termina de generar estímulos suficientes como para sostener un visionado de 90 minutos. No hablo del qué sino del cómo. La responsable de obras tan reconocidas como "Digimon Adventure Movie", "Bakuman", "K-On!" o "A Silent Voice" (la lista es interminable), trabaja con orden y limpieza distribuyendo el aprendizaje moral de la cinta en sus diferentes actos. Grandes virtudes para ¿una serie?
Okko es una niña de 12 años normal y corriente, hasta que un día pierde a sus padres en un accidente de tráfico. El espíritu de un misterioso niño salva su vida, desdibujando los límites que separan el mundo real del onírico. Con esa mochila a su espalda, la joven se muda al hostal Harunoya; unas instalaciones situadas junto al manantial más popular de Hananoyo regentadas por su abuela Mineko. Incapaz de aceptar su trágico pasado, Okko se refugia en su propio mundo de fantasmas, con los que comparte amistad, y de los que va aprendiendo del entorno y de sí misma.
Su trabajo en el hostal –persuadido por Uribo (su espíritu salvador)- le abre las puertas a un mundo de responsabilidades marcadas por las tradiciones del ryokan (旅館). Allí comienza a tender puentes entre las costumbres de generaciones pasadas, y una modernidad que se va colando poco a poco en el ámbito rural nipón. La cultura colectiva del país colisiona con el “libertinaje” del turismo en unas instalaciones en las que la niña conforma su propia identidad como paso previo a la adolescencia.
El paquete emocional que presenta la película debería ser lo suficientemente consistente como para entregar una experiencia rica y variada. Okko, el hostal y sus fantasmas sin embargo tiene más claroscuros de lo que a Kousaka le gustaría. Su ambición de “ir más allá”, no son correspondidas por un equipo de animadoras sin experiencia cinematográfica, que si bien logran empacar un resultado más que digno, palidece ante otras producciones del género. Y el foco de todo ese lastre negativo se encuentra en la naturaleza de la obra.
La novela de Reijou invita a narrar una historia de aprendizaje por fascículos. Cosa que ya hacía la serie de televisión de 2018, y cosa que la película intenta imitar sin aprovechar las herramientas que proporciona el cine. Tras una exposición dinámica y atractiva, la película se va dispersando poco a poco por esa exposición situacional con la que la narrativa principal va dibujando la evolución de la protagonista. Personajes que van y vienen sin dejar rastro, subtramas que se cierran en sí mismas sin dejar huella en el conjunto, y una deriva general que transmite más sopor que interés. Kousaka, conocido por su habilidad para transcribir adaptaciones, logra mantenerse increíblemente fiel a la novela –el diseño de personajes es idéntico– , pero pierde el foco del proyecto.
¿Es todo desechable? Ni mucho menos. Si bien en como producto cinematográfico "Okko, el hostal y sus fantasmas" no termina de defenderse bien, como visionado fragmentado alberga un poder inspirador sorprendente. Las experiencias por las que pasa la niña son breves y no están bien interconectadas entre sí, pero traspasan la pantalla. “Las cicatrices no lo son todo en la vida”, le dice Uribo cuando esta comienza a pasar página. Ese es el leit motiv real de la película; cómo una joven logra afrontar el dolor acompañada de sus seres queridos.
Okko se mira en los demás buscando respuestas. Y las encuentra. Aprende de su dolor de un chico que lidia con la pérdida de su madre, aprende del mundo exterior, de esa Japón moderna e internacional, de una joven sin ataduras, y aprende a empatizar y no juzgar por las apariencias de su rival de clase Akino. El viaje que emprende desde el accidente hasta que supera y acepta la marcha de sus seres queridos, es lo suficientemente cálida como para abrigar a cualquier espectador. Puede que por sus formas y su lenguaje los niños se vean más atraídos hacia la película, pero si algo aprendió Kousaka en Ghibli, es que los sentimientos no entienden de idiomas.
"Okko, el hostal y sus fantasmas" se estrenará en España el próximo 31 de mayo gracias a Cinemaran.
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