El otro día comentaba por Twitter que había leído por ahí cómo alguien afirmaba que The Witcher 3 era uno de los mejores juegos… de su infancia. En aquel momento, el reloj interno de mi cuerpo se desajustó con el objetivo de hacer justicia a la realidad y cobrarse esa ingente cantidad de años que habían pasado desapercibidos a mi propia percepción. Principalmente porque aquella persona tendría 8 años cuando jugó al título de The Witcher 3 y ahora tendrá unos 16… igual que Lamine Yamal.
No sé si os pasa lo mismo que a mi, pero cada vez que veo un partido de la Eurocopa me llevo un segundo golpe de realidad con el que mi cerebro desenfunda una terrible verdad casi existencial: antes, los jugadores de fútbol eran adultos en plenitud… y ahora ellos son los chavales. Pienso en que Lamine Yamal tiene tan solo 16 años y no puedo evitar pensar en que, mientras él está marcando goles con la selección, yo estaba jugando a algunos de mis videojuegos favoritos.
Y, ¿sabéis qué? Probablemente no cambiaría una experiencia por la otra (salvo por lo de ganar muchísimo dinero). A continuación, os dejo con 7 juegos a los que Lamine Yamal no pudo jugar básicamente por no tener ni 2 años de vida y con los que yo me vicié cuando tenía 16 años
The Elder Scrolls IV: Oblivion fue y sigue siendo el juego más sorprendente que se ha cruzado nunca en mi camino. Aquel que cambió mi percepción por completo sobre lo que el medio podía ofrecer en cuanto a libertad y posibilidades de acción. En cuanto completé su tutorial lleno de pantallas emergentes llenas consejos básicos sobre cómo jugar y salí a la inmensidad de Cyrodill... realmente, no comprendía el juego.
Y digo esto en el sentido más literal de la palabra: el hecho de que me dijeran que tenía que ir a otro punto del mapa que estaba a kilómetros de donde me encontraba me pareció algo surrealista; una especie de burda mentira que se fue diluyendo conforme eché a andar y comprobé que las dimensiones de aquello eran efectivamente gigantescas. Unas 1.200 horas después divididas entre partidas con 8 personajes diferentes, todo me quedó más claro: Oblivion iba a ser el juego más importante de mi vida.
Super Mario Bros. 3 fue el juego que me introdujo a la franquicia de Super Mario, pero fue Super Mario Galaxy el que despertó mi llama Nintendera. Era tal la fascinación que sentía por cada microastro que se puede visitar dentro del juego que fue el primero que completé al cien por cien en toda mi vida.
Qué derroche de creatividad, qué fila india de ideas cada una más sorprendente que la anterior, qué declaración de intenciones por parte de Nintendo de volver a lo más alto, qué suerte haber podido disfrutar del que se iba a convertir en un recuerdo imborrable en mi memoria.
Mi historia con el Call of Duty: Modern Warfare original es una de esas que tengo incrustadas en lo más profundo del corazón. Su origen tuvo lugar cuando mi padre me dio algo de dinero para ir a comprarme un juego a la tienda de debajo de casa que tuviera algún tipo de multijugador online, dado que aún no habíamos estrenado esa función en nuestra nueva PS3 y se ve que él también tenía curiosidad.
En aquel momento, por algún motivo mi mente decidió que la mejor opción era un Saints Row 2 que contaba con un online cuanto menos mediocre: iba fatal de ping, no había gente jugándolo prácticamente y tenía un olor a scrappiness que se emanaba de todas y cada una de sus mecánicas.
Decepcionado con lo que vio y siendo testigo de mi propia desilusión con aquello, unos días más tarde mi padre se me acercó, me tendió un billete de 50 euros como si fuera el traspaso más ilegal que se había visto en la historia de la humanidad y me dijo: ‘’Baja otra vez a la tienda, pero esta vez compra uno que se llama Call of Duty: Modern Warfare’’.
Quizás sin ser muy consciente de ello, mi padre descubrió uno de los juegos a los que más horas he dedicado en toda mi vida. Pero, sobre todo, fue un pequeño gesto con el que, sin saberlo (o quizás sí, ahora que lo pienso siendo adulto), creó un puente conmigo que se ha ido fortaleciendo con el paso de los años cuánto más revisito esa historia. Un lazo inquebrantable con él, allá donde quiera que esté ahora.
Probablemente financié la matrícula universitaria de la hija del dueño del Videoclub de mi barrio solo con Mirror’s Edge. El juego me fascinó tanto que lo alquilé una decena de veces, hasta que lo encontré rebajado en una promoción del por aquel entonces extinto en España GameStop en el que, comprando un juego de EA, te regalaban otro (el cual fue el muy genial The Saboteur)
Mirror’s Edge era un juego tan especial que nunca se ha vuelto a hacer nada igual. Quizás por sus bajas ventas o porque es un juego para menos gente de la que EA se esperaba, pero es innegable que el juego de DICE fue uno de los mayores ejercicios de creatividad del siglo XXI.
Cuando vi el primer tráiler de Star Wars: The Force Unleashed, mis ojos no podían creer lo que estaban viendo: el sistema de físicas del juego era algo que se escapaba a mi comprensión y eso es lo que hizo que me obsesionara con él durante años. Hablo, concretamente, de comprobar cómo los starship troopers se comportaban de forma realista cuando los sostenías en el aire haciendo uso de la fuerza: chillaban, se revolvían, se agarraban a donde podían…
La satisfacción de elevarlos en volandas para lanzarlos hacia el cielo y verlos casi desaparecer en el horizonte como si fueran el Team Rocket al final de cada capítulo de Pokémon era una sensación irrepetible. A día de hoy, sigo pensando en que no hay nada igual y que firmaría donde fuera con tal de que Electronic Arts se animara a hacer una tercera parte de la saga.
La primera vez que jugué a BioShock apagué la consola a la hora de empezar por el mal rollo que me estaban dando los pasillos ensangrentados de Rapture. La segunda vez que jugué a BioShock aguanté dos horas, hasta que el médico con el que te enfrentas al principio del juego me pegó uno de los mayores sustos que había experimentado en toda mi vida. La tercera vez que jugué a BioShock me lo pasé del tirón y no solo se convirtió en uno de los juegos de mi vida, sino que me abrió las puertas de uno de mis géneros audiovisuales favoritos: el soft horror.
Disfruto con todo tipo de películas y videojuegos de terror, pero BioShock asentó en mi cerebro una atracción irrefrenable por aquellos que se esmeran en asustarte, pero sin que se les note desesperados por conseguirlo; por esos productos que prefieren generar intranquilidad antes que pavor, y Rapture, los plásmidos y Andrew Ryan tienen la culpa de todo. Ojalá pronto sepamos algo de la cuarta entrega de la saga.
Qué puedo deciros de Canis Canem Edit (también conocido como Bully) que muchos no sepáis ya. Es, probablemente, mi obra favorita de Rockstar Games y creo que tiene que ver con que es porque consiguieron encontrar ese punto desenfadado que hace que el juego sea único dentro del catálogo de la compañía. Algo que también tiene un efecto a nivel jugable, dado que al no ser tan serio, se permitía ofrecer misiones y mecánicas que se alejan de aquello de lo que estamos más que acostumbrados en otras sagas como GTA y Red Dead Redemption 2.
Me habré pasado Bully una decenas de veces y siempre vuelvo a él para recordar viejos momentos; siendo uno de esos juegos de mi adolescencia que tienen un efecto bastante particular en mi: una vez que lo empiezo, no dejo de jugar hasta que me lo acabo, demostrando que es un juego capaz de sobreponerse a cualquier tipo de sentimiento ensalzado de forma vacía por la nostalgia.
¿Habéis probado alguno de estos juegos? ¿Tenéis algún otro en mente al que estabais jugando en el momento en el que Lamine Yamal ni siquiera había nacido? ¿Sabríais identificar la edad que tengo en base a estos juegos? Os leo en los comentarios.
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