Actualmente, llevo más de un lustro jugando a Hearthstone. Lo he dejado, lo he retomado, lo he amado, lo he odiado... He experimentado todas las dicotomías de la percepción habidas y por haber, aunque creo que ello es tan solo natural. Han pasado muchos años y tanto la obra de Blizzard como yo hemos cambiado y crecido, hemos encontrado nuevos horizontes y hemos buscado más objetivos. Nuestra relación ha sido de una proporcional concatenación de participios que, el día de hoy, se encuentra una vez más gracias a un punto común: El Festival Legendario.
Y es que, como es tradición, Hearthstone ha renovado su propuesta de la mano de una inédita expansión, la cual trae consigo una nueva palabra clave, un nuevo eje temático y nuevos tipos de esbirros y hechizos... Como con Asesinato en el Castillo Nathria. Y como con Divididos en el Valle de Alterac. Y como con Unidos en Ventormenta... Y como en todas sus expansiones. Porque si algo me ha quedado claro con El Festival Legendario, dentro de su innegable calidad y labor, es que Hearthstone sigue siendo Hearthstone. Para bien y para mal.
Hearthstone ha sido el rey del género de las cartas coleccionables desde hace una década, continúa siéndolo y no se requiere ser un oráculo para anticipar que lo seguirá siendo durante un tiempo indeterminado. El mimo que existe detrás de su propuesta se hace notar con cada pequeño ápice de la misma, y ha acumulado tal magnitud de calidad, profundidad y variedad que resulta inconcebible tan siquiera imaginar que una obra podrá igualarla en el tiempo próximo, y El Festival Legendario no ha hecho más que afianzar tal noción.
La creatividad con la que los nuevos ejemplares han arribado para refrescar el metajuego del título es, como siempre, encomiable. La palabra clave Final, que enfatiza el cálculo y la mesura en la toma de decisiones debido a cómo nos hace manejar los recursos; los tipos de esbirros y hechizos, que son más rimbombantes que nunca y exponencian una experiencia de por sí completa; el eje temático, que transporta las mecánicas de la entrega a un novedoso puerto donde las oportunidades vuelven a ser infinitas... Es decir, Hearthstone siendo Hearthstone.
Como resultado, me permito dudar sobre si ha existido un momento más oportuno en la historia del videojuego para sumarse a sus ensanchadas filas. Lejos de la nostalgia del ayer y cualquier comparación que vaya más allá de la propuesta en sí, la experiencia de Blizzard al momento de diseñar se hace cada vez más latente, no solo por la accesibilidad del mismo sino, también, por la placentera tendencia que el estudio ha ocupado de cara a reducir la aleatoriedad de sus eventos y aumentar la estrategia necesaria para salir avante de sus enfrentamientos.
Tras toda ocasión en la que he tenido la placentera tarea de analizar una nueva expansión de Hearthstone, suelo albergar una sensación de ambigüedad. Una parte de mí, la fracción que suelen leer en cada uno de estos escritos, se siente satisfecha, cómoda y contenta luego de haber invertido las horas necesarias para sentirse con la autoridad suficiente como para elaborar un escrito, sobre todo porque acostumbro a llegar a la misma conclusión: "qué buena expansión". Y ese es precisamente el origen de mi dilema.
Porque la otra parte de mí, aquella que suelo ocultar bajo el afán de la objetividad, se siente frustrada. Sin importar cuán buenas y ajustadas sean las nuevas mecánicas, sin importar qué tanto me gusten los nuevos arquetipos, sin importar qué tan increíble considere que es el diseño artístico -aspectos que mantengo y defiendo pese a cualquier subjetividad-, lo cierto es que Hearthstone sigue siendo Hearthstone. Mismas fórmulas, mismas bases, mismas sensaciones, mismas bondades, mismas problemáticas... pero no es el mismo Ronald.
Como resultado, y partiendo de aquello que definía en la sección anterior, la idoneidad para los nuevos visitantes de la Taberna no se replica en quienes un día ya fueron asiduos, porque probablemente el motivo por el cual se hayan ido permanezca presente. Hearthstone se ha mantenido incólume y indomable durante tanto tiempo que, de cierta manera, genera fatiga en quienes hemos invertido tantas horas dentro de sus confines. Y aunque me sienta mal afirmándolo, porque es de mis multijugadores favoritos de todos los tiempos y uno de los dos a los que más horas le he dedicado en mi vida, la verdad es que no lo estoy apreciando como corresponde. Pero quiero hacerlo.
Al igual que hace un par de años, me veo en la obligación de tomarme un tiempo de Hearthstone. Me duele soberanamente ser capaz de identificar cuán bueno es El Festival Legendario y, al mismo tiempo, ser incapaz de sentirlo. Y es que, insisto, esta expansión, como las previas, como ha sido el título desde sus orígenes, es buenísima en todo aspecto analizable, e indudablemente reincide en el establecimiento de Hearthstone como el mejor producto que ha tenido el género en toda su historia.
No obstante, para mí y para aquellos que sientan el mismo burnout que yo, creo que la alternativa es clara. La constante exposición al más alto nivel me ha hecho indiferente al mismo y, como en ocasiones previas, solo una separación temporal me dará una oportunidad de renovar esa misma ilusión y deseo de otrora. ¿Sucederá? Puede que no, porque no todas las historias están hechas para durar por siempre, pero me gusta pensar que publicaré este artículo como punto de inflexión en la relación que guardo con la obra. No quiero volver a ocultarle mis sentimientos. Hearthstone se merece más.
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