Un mito ya mil veces explotado, una historia cargada de clichés, y un tono infantil que no invita a la reflexión. "El niño que pudo ser rey" es una quimera que se atreve a desafiar los estándares actuales del género bebiendo del cine spielberiano de los ochenta. Con una trama sencilla pero directa, y unos personajes construidos para no desviar la atención del viaje, Joe Cornish elabora un metraje imposible sobre la amistad, la valentía, y la resiliencia. Todo ello con un marcado tono de aventuras que el director hereda de la notable "Attack on the Block", y especialmente de "Ant-Man".
El regreso del británico a sus tierras le permiten crear un espacio seguro donde el lenguaje y los mensajes destilan un fuerte perfume anglosajón. El guion, un cóctel único de referencias a Amblin y los cuentos de aventuras infantiles, no persigue la deconstrucción de las leyendas ni establecer un nuevo subgénero. Se aleja del tono más puramente comercial proponiendo un relato amable y entretenido para toda la familia. ¿Cómo es posible que Fox haya apostado por una película así en un momento como este?
La ausencia actual de propuestas infantiles no animadas ofrecía una oportunidad de oro para que el estudio se aprovechara de la experiencia de Cornish con una historia alejada de los tropos hollywodienses, que aboga más por el público internacional que por el edulcorante comercial de la cuna del cine. Una propuesta sólida que invita a soñar, pero que sin embargo no termina de despegar por su anacronismo a la hora de comunicar ciertos valores y mensajes.
Alexander Eliott (Louis Ashbourne Serkis) es un niño británico cualquiera, que acude a la escuela todos los días, y ayuda en casa a su madre. Sin embargo, como muchos niños, Alex también sufre bulliying por parte de los matones de turno. Su amigo Bedders (Dean Chaumoo) -una colección de clichés- tampoco se libra del acoso. Cornish introduce un cierto aire de crítica social hacia esta lacra, pero se olvida tan rápido de ella que apenas deja huella en el conjunto. Más si cabe cuando de por medio comienzan a aparecer los elementos fantásticos que conformarán el pilar narrativo del metraje.
Un día Alex descubrirá convenientemente una misteriosa espada clavada en un trozo de hormigón de una obra, y al sacarla pondrá en marcha una sucesión de acontecimientos sobre los que no tiene control. El guion no se esconde a la hora de recurrir a la clásica leyenda de Arturo y Merlín, que va amoldando al contexto construido para el momento. Sí, el niño no es otro que el elegido para continuar con el legado que siglos antes Arturo Pendragón inició junto a sus caballeros. Pero para cumplir con su misión Alex tendrá que hacer frente a un mal despertado tras años de hibernación.
Tanto la exposición de la premisa como la presentación de los personajes nos retrotrae rápidamente 20, 30, o incluso 40 años en el pasado. "El niño que pudo ser rey" se olvida de toda seña de modernidad. Rehúye de cualquier elemento actual, para dibujar un relato lo más atemporal posible. Lo hace poniendo al frente de la historia a un niño que sigue leyendo cuentos y utilizando su imaginación para evadirse de la realidad. Y no es para menos. La vida de Alex es una olla a presión que encuentra en el mito artúrico una vía de escape. Cornish es consciente, y lo utiliza como pretexto para –sorpresa, sorpresa- echar mano del viaje del héroe.
La película, obsesionada con gustar, se muestra en no pocas ocasiones demasiado evidente. Cierto es que estamos ante una aventura infantil, pero eso no justifica el maniqueísmo tan sangrante que baña a todos los personajes y a la propia trama. En una época en la que los villanos han dejado de ser esos ogros sin sentimientos, para protagonizar sus propias series desde una moral más gris, volver al clásico enfrentamiento del bien contra el mal se siente fuera de lugar. Una lacra que permite acercarse con más facilidad a ese pretendido tono familiar, pero que lastra las posibilidades que ofrecía la trama. Y es que si bien Cornish logra sacar su vena más gooniana a la hora de exaltar las emociones y la tensión de la aventura, se ve demasiado condicionado por la sencillez excesiva de la propuesta.
Las sorpresas apenas impactan, los personajes evolucionan como se espera que evolucionen, y el drama esta tan diluido que no logra dejar ningún contraste entre tanta luz. El interés inicial se va evaporando con el paso de los minutos y llega a tornarse desidia cuando la cinta se extiende sobremanera durante su último tercio. La construcción firme de la introducción y el nudo se ve enfangada por un desenlace increíblemente largo que además se prolonga con hasta dos codas totalmente innecesarias. Ahora bien, no todo es negativo en esta "propuestilla" con aires de grandeza.
La aventura cuenta con ciertos momentos cómicos que funcionan soprendentemente bien, y que encumbran al único personaje interesante de la película; Merlín. Angus Imrie, hijo de la actriz Celia Imrie, sobresale con una interpretación bizarra y arriesgada del símbolo más representativo de las leyendas artúricas. No es extraño que el metraje alcance sus notas más agudas siempre que está él en escena. Situación contrapuesta a la del hijo de Serkis, quien se va quedando más y más en segundo plano con el paso de los minutos, a pesar de contar con todos los medios a favor para brillar.
"El niño que pudo ser rey" cuenta con una imaginería variada y rica -soportada por unos efectos especiales notables-, y se desvía lo suficiente del relato oficial, que llega a sorprender durante sus primeros compases. Sin embargo, no puede evitar terminar desinflándose por un esquema narrativo anacrónico que empujan a la obra de Cornish al entretenimiento más palomitero.
Y quizás eso es lo que pretendía ser; Una aventura divertida y efectista con lecciones morales sobre la amistad, la lealtad, la caballerosidad y la perseverancia. Un mensaje de reconciliación en un Reino Unido desmembrado por el Brexit y las distensiones políticas. Fantasía ochentera para arrojar un poco de color a tanto sinsentido.
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